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La última gambeta del chico de ojitos buenos

Maradona con la copa de campeón mundial juvenil, en 1979.

(Por Claudia Ardini *). Hoy tenía una fiesta y no lo sabía. Diré mejor, no me acordaba. Un noticiero, de esos que aborrezco, me lo recordó. Fue sobre el mediodía, cuando salí un minuto de la computadora para comer algo y después seguir trabajando.

Es un viernes complicado, intenso, como vienen siendo casi todos los días en este octubre, donde la realidad no da tregua. La noticia vino de la mano, o mejor dicho, de la voz del mejor relator del mejor gol de la historia. Escuché por enésima vez a Víctor Hugo relatar el gol de Maradona a los ingleses, y por enésima vez me quedé inmóvil frente al televisor, atrapada por una fuerza que parece venir de algún lugar lejano, que no sé precisar y que me paraliza cada vez que veo al 10 jugar a la pelota.

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VER COBERTURA: Llora el mundo, llora el fútbol, llora la pelota: a los 60 años, murió Diego Armando Maradona.

El Diego cumplió 60, y hoy, que amanecí muy temprano tarareando la canción del Nano “Hoy puede ser un gran día…”, quizás porque necesitaba que fuera así, no pensé ni por un momento que eso significaba una fiesta para mí.

Con el primer vino, mientras preparaba la cena, enganché en la tele un homenaje que incluyó sus encuentros con Chávez y Fidel, además del gol a los ingleses, claro. Hermoso. Ya la noche prometía. Pero el clima de fiesta todavía no se presentaba elocuente. Antes, iban a venir algunos retazos de música y poesía para ponernos más a tono. Miguel encuentra una hoja suelta de un libro de poemas. Me lo lee mientras mezclo la ensalada. Es un poema de Machado que cantaba Alberto Cortéz. Lo busco en el celular para escucharlo.

“Yo voy soñando caminos (…) / Y todo el campo un momento / se queda, mudo y sombrío / meditando. / Suena el viento / en los álamos del río.” La melodía me lleva al pasado, a ese tiempo idealizado que preserva todo lo que tiene gusto a  bueno en la vida.

Como cada noche, antes de cenar, brindamos con Miguel, -pequeños rituales cotidianos-.

Esta vez el brindis es por el Diego.

Epec

Promedia la tercer copa de vino, voy a saludar a mi hija menor que se va a dormir y recuerdo que aún no le dí las buenas noches a la mayor. Vicios de madre que aún en la distancia no puede irse a descansar sin darles el beso de las buenas noches. Le envío un audio, emulando voz de borracha, se ríe, me pregunta cómo estoy. “Acá estamos, de sobremesa, escuchando música y tomando un vino a la salud del Diego que cumple años”, digo. Me responde un par de audios impostando -o no- voz de borracha y entre risas de un lado y del otro, de paso, me deja el  link  del  mejor calentamiento de la historia que le puso el broche a la noche.

Lo he visto decenas de veces y decenas de veces me quedo como hechizada mirándolo. El Diego me emociona, me alegra, me hace llorar. Me muero de risa y la sonrisa me queda dibujada por un rato en la cara y supongo que en el alma o en algún lugar así.

No importa si no te gusta el fútbol, el Diego es otra cosa. Es el fútbol en todas sus dimensiones, pero es más que eso, no lo sé precisar. Está por fuera de las palabras que logro balbucear. Es algo así como un símbolo, que viene de muy lejos, de otro tiempo, otro lugar. Se enciende, brilla, resplandece, se estremece como un relámpago, retumba como un trueno, se desencadena como una lluvia, estalla como un volcán o se apaga como una estrella fugaz y luego, se vuelve a encender. Y así sigue, su destino tan previsible y tan incierto a la vez, tan humano, tan Dios.

Me gusta el fútbol, siempre me gustó. Desde que tengo memoria, el fútbol era una pasión en casa, en la casa de mis abuelos, alrededor de unos de los pocos televisores que había en la cuadra, Pity, mi primo, sus amigos, don Jorge el inquilino de mi abuela y algunos vecinos, se juntaban a mirar los partidos de River y me gustaba sentirme de la partida.

Pero el punto de inflexión fue el mundial juvenil de Japón en el 79. Tenía 14 años, iba a la escuela, pero igual me levantaba de madrugada para ver los partidos de la selección Argentina, para verlo al Diego. Era un amor adolescente, de esos que sabés que te van a pegar para toda la vida. Y así fue. Esa mirada de chico travieso, esos ojitos buenos, diría mi abuela, esa manera de pararse y sonreírle a la vida, me robaron el corazón.  A la vuelta de mi casa había una carpintería y allí trabajaba un pibe que para mí era igualito al Diego. Recuerdo que pasaba veinte veces al día, con los pretextos más diversos, solo para verlo. Obvio que ante tanta insistencia él me devolvía las miradas y de vez en cuando una sonrisa y yo, cobarde, huía. Es que solo quería mirarlo, se parecía tanto al Diego.

A veces pienso en el Diego y no puedo dejar de trazar una parábola entre su historia y la de éste, su país, el mío, tan idéntico en su talento, en su lucha, en su horizonte de gloria; tan propenso a la caída, a la imposibilidad de ser lo que todos esperan que pueda ser. Tan lúcido a veces y tan esquizofrénico otras. Tan heroico y tan derrotado. Todo eso y más, mucho más en un solo contorno geográfico, en un solo hombre. A veces, me duele el Diego. Muchas otras y mucho más, me duele este país mío, con tantos Diegos, tan invisibles en cualquier esquina, en cualquier potrero, de cualquier villa, de cualquier lugar olvidado de Dios en esta tierra. A mi abuelo debía pasarle algo parecido, porque hablaba del Diego y se emocionaba. Era como si toda la historia de los postergados de esta parte del mundo se resumiera en la figura del Diego. ¡Que nadie se atreviera a meterse ni con Evita ni con el Diego! Que allí estaba don Felipe dispuesto a defenderlos con su vida si era necesario.

Diego domina la pelota en el aire en un partido de la selección.

Pero todo eso no importa hoy. Vuelvo a la fiesta. El Diego cumple sesenta pirulos y lo celebro porque, como a este país, como a su país, pase lo que pase, puedo verlo gambetear hasta el infinito. Vuelvo a Machado “La tarde más se oscurece / y el camino que serpea/ y débilmente blanquea / se enturbia y desaparece.” Con Miguel, sorbo a sorbo, nos terminamos el vino y de paso, la noche que, sin pensarlo, era noche de fiesta.

RESACA

Lo sabía, la fiesta no podía durar. El sabor amargo en la boca me recuerda que bebí unas copas de más. A veces la resaca aparece con demora. Al Diego lo internaron de urgencia por una descompensación y deterioro general de su salud. Como dice el gaucho Martín Fierro, “nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”.

Qué cosa con el Diego, no da tregua. “Mi cantar vuelve a plañir: / “Aguda espina dorada / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada”.

“Rezamos en la Habana y en el Puerto, para verte gambetear”. Con suerte, un poco por la ciencia, o tal vez por ‘la mano de Dios’ o vaya a saber por qué, el Diego otra vez la gambetea, otra vez renace. Me envuelve la alegría y la confianza. Decime, cuando empieza el partido, no me importa cómo, pero no lo quiero mirar de afuera. Quiero jugar.

FIN DE LA FIESTA

Mi hermano lucha en una sala de terapia intensiva para que el aire retorne otra vez con fluidez a sus pulmones taponados por el covid-19. El parte médico nos da una tregua esperanzadora. Leo los mensajes de la familia, salgo de “la compu” con una mezcla de alegría y esperanza en dosis iguales. Mi hermano va a salir de esta, pienso. Voy a preparar algo para almorzar.

El noticiero de nuevo. Esta vez sin preaviso. Murió Maradona repiten los titulares de todos los canales. Me apoyo en el marco de la puerta, algo se desmorona adentro mío. No puede ser que se muera el Diego, no ahora. Los ojos se me nublan de nuevo, tengo ganas de llorar y gritar de impotencia. No lo hago.

Vuelvo a la computadora, termino este relato que comenzó hace casi un mes con los 60 del Diego. Miro por enésima vez el video, para verte gambetear, Diego. Sonrisas y lágrimas se mezclan con palabras que apenas puedo garabatear. Basta por hoy.

El tiempo, como siempre pondrá las cosas en su lugar. El pueblo, en cada uno de los millones que te aman, que te amamos, escribirá tu historia de pibe de barrio, de ídolo inconmensurable que se gambeteaba la vida, que en cada jugada conjuraba así, mágicamente, sus miserias y las nuestras. Ese Diego que, en cada gambeteada, nos hacía un pase seguro a eso que algunos llamamos felicidad.

*Claudia Ardini es Doctora en Semiótica (CEA-UNC). Lic. en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Córdoba. Es Profesora en la Universidad Nacional de Córdoba, en la cátedra de Lingüística y en el Taller de Transmedia; y en en el IAPCS de la Universidad Nacional de Villa María en Comunicación y Práctica Educativa, y Comunicación y Narrativas Transmedia. Es miembro de la Cátedra Latinoamericana de Transmedia. Es directora de proyectos de investigación en la UNC y en la UNVM. Es autora y co-autora de numerosas publicaciones en actas de congresos, libros y revistas especializadas.

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