Viernes 8 de mayo de 2010. Bar de la plaza de Filosofía, entre el Pabellón Residencial, el Pabellón Francia y la Casa Verde. Es plena Ciudad Universitaria.
Típica siesta del mes de mayo, sol abundante y algo de viento fresco. Ingreso al bar y adentro ya esperaba sentado Ricardo Serravalle, con su mochila apoyada sobre la mesa.
Ya no tenía custodia. Han pasado varios meses desde que salió de San Martín y fue trasladado a la cárcel abierta que funciona en el ex Crom, detrás del Misericordia.
Me alcanza a ver y me hace señas. Nos sentamos mano a mano en una mesita chica y empieza la charla preliminar. Sólo vaguedades. En minutos llegará lo principal.
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A través del ventanal se puede ver el Citroen C5 gris plata que gira y estaciona en la dársena. De él se baja el ministro, sin custodia. Llegó el momento de hablar.
Tres semanas antes, el ministro de Justicia Luis Angulo recibió del autor de esta nota un escrito sobre “el aislao”, que no era otra cosa que las celdas de aislamiento en la vieja cárcel de San Martín.
Si la realidad de la ejecución de la pena es que hay diferencias oceánicas entre la ley y su aplicación, el pabellón nº 15 es el máximo de la indiferencia institucional”.
El texto describía con esa dolorosa precisión de lo vivido en carne propia lo que sucedía en el pabellón 15 de la vieja Penitenciaría, una estructura infame que fue construida a velocidad récord en los meses anteriores al Golpe de Estado de 1976, planificando una estructura que luego sería necesaria.
“Si la realidad de la ejecución de la pena es que hay diferencias oceánicas entre la ley y su aplicación, el pabellón nº 15 es el máximo de la indiferencia institucional. En él reina la arbitrariedad que está dada por la perversidad y coacción por parte de quien infringe o imparte la ley, y en mayor o menor medida, de la resistencia y de la auto defensa del que la soporta. Es como Guantánamo: no debiera existir un lugar así. Sin embargo allí está, sin producir remordimiento alguno en quienes debieran controlar los límites de los que administran la ejecución de la pena”.
Ése era uno de los primeros párrafos que escribió uno de los autores del sangriento golpe que el viernes 16 de febrero le costó la vida a un policía en el cumplimiento de su deber.
Ese texto de diez páginas, escrito tres años después del motín de 2005, había logrado sacudir los paradigmas del ministro de Justicia, ya que además de ser realmente conmovedor, estaba muy bien documentado y desarrollado.
“Organizame un encuentro con Serravale. Quiero juntarme a charlar con él”, me escribió a los pocos días.
El ministro estaba decidido a conversar cara a cara con quien le había volado los conceptos que hasta ese momento tenía. Las cárceles estaban (y están nuevamente) bajo su tutela, y como hombre de derechos humanos y compromiso social, se sentía interpelado por una cruda realidad de la que tal vez no tenía ni sospechas.
El encuentro quedó pautado para el viernes 8 de mayo a las 16 horas. Y así fue como se concretó.
ESCUCHAR EN PRIMERA PERSONA
El ingreso del ministro Angulo al bar de Filosofía pasó realmente inadvertido. No es una cara conocida entre los estudiantes que lo frecuentan, y además su aspecto bien podría pasar por el de cualquier titular de cátedra o autoridad universitaria.
Preso y ministro se saludaron. A Angulo todavía le repicaban las palabras que leyó de Serravalle: “Si la verdad a secas es que uno viene a la cárcel para sufrir retributivamente por un delito causado, el que pisa “el 15” va a que lo torturen y mortifiquen para despersonalizarlo, humillándolo”.
El funcionario iba dispuesto a escuchar. Tal vez hastiado de los fríos partes del Servicio Penitenciario, de la parquedad de los informes de la Justicia, de las recorridas insulsas por pabellones arreglados la mañana anterior para su visita, quería oír de primera mano esos relatos que lo habían conmovido de sólo leerlos.
Serravalle, sin embargo, no pareció entender aquella tarde la oportunidad colectiva que tenía frente a sí. Después de haber batallado años por la dignidad de los privados de su libertad, esa tarde con el ministro al frente le afloró toda la bronca macerada en sus últimos años de prisión, luego de su errada condena por el motín de 2005.
Mientras se mantuvo calmo pudo contarle y explicarle varios aspectos dramáticos de la realidad carcelaria, aquéllos que resultan determinantes para que el preso padezca mucho más de lo que se recupera, y que luego se multiplican en resentimiento y se convierten en inseguridad de la peor, cuando están afuera.
Si la verdad a secas es que uno viene a la cárcel para sufrir retributivamente por un delito causado, el que pisa “el 15” va a que lo torturen y mortifiquen para despersonalizarlo humillándolo”, escribió Serravalle.
Pero luego fue aflorando el Serravalle embroncado. El que parecía disfrutar tener frente a sí al responsable -aunque no lo fuera- de las cárceles inhumanas que sufrió durante tantos años para decirle las cosas sin rodeos.
La charla fue endureciéndose desde el lado del preso, más centrado en sus propios padeceres que en el sistema mismo que los creaba, y por ende en los de los demás.
Angulo, que prefería escuchar, sólo intentaba cada tanto reencauzar la bronca de su interlocutor y hacerle entender que la conversación podía ir por otros carriles. Ése había sido el objetivo.
Lo mismo hacía el autor de esta nota, procurando que Serravalle entendiera que no se trataba de una audiencia para tratar “su caso”, sino de una charla para poner a un ministro al tanto de la información que sus dependientes le negaban.
SABOR A POCO
El saldo fue apenas discreto. Una charla con sólo algunos pasajes y datos interesantes, pero la convicción de que se había perdido una oportunidad.
“¿Viste? ¡Le largué todo lo que tenía atragantado!”, me dijo a modo de balance un embroncado Serravalle, mientras desde la misma mesa del bar veíamos cómo se alejaba el ministro en su móvil.
No se lo vio muy convencido de mis explicaciones acerca de la oportunidad perdida. Nos despedimos en la vereda y con sabor a poco.
Como gestor de ese encuentro me volví algo frustrado. Y con cierta dosis de vergüenza, sintiendo que le había hecho perder el tiempo al ministro. “Realmente una pena. Es un tipo interesante pero se puso como loco”, me confesó al teléfono el funcionario, al día siguiente.
Parecía un fracaso. O al menos eso sentí. Pero estaba equivocado.
A los pocos días, el ministro Angulo anunciaba la decisión del gobierno provincial de eliminar las celdas de aislamiento en todas las cárceles de la provincia. La medida se terminó de materializar en el mes de junio, reformando los mecanismos sancionatorios, para evitar que los internos sean arrumbados en el buzón, la tumba o el aislao, el encierro dentro del encierro, el fondo del pozo desde donde no se puede caer más bajo.
DAR DE COMER A LA MANO DURA
Casi ocho años después de aquel episodio, la noticia de la participación de Ricardo Serravalle en el asalto comando a una cueva de dinero en Nueva Córdoba impactaba de lleno en la humanidad del ministro.
“¡Uh, qué mala noticia que me da!. Con todas las expectativas que teníamos con él… lo que trabajó Carolina Scotto…”, se lamentó el ministro, al enterarse de la muerte de Ricardo Serravalle. “Y además de lo personal, lo simbólico: son esas muertes que le dan de comer a los que piden mano dura y pena de muerte”.
“¡Uh, qué mala noticia que me da!”, le dijo Angulo al periodista de La Voz del Interior Juan Manuel González, el encargado de llevarle noticia en momentos en que lo entrevistaba para una producción periodística. “Con todas las expectativas que teníamos con él… lo que trabajó Carolina Scotto…”, se lamentó el ministro, sólo para agregar: “Y además de lo personal, lo simbólico: son esas muertes que le dan de comer a los que piden mano dura y pena de muerte”.
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