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Una radiografía de Serravalle: bronca por lo que pudo ser y decidió no ser

Ricardo Serravalle en el patio de su vivienda en barrio Cofico. Detrás, los apiarios que había preparado para un emprendimiento de apicultura.

Ricardo Serravalle en el patio de su vivienda en barrio Cofico. Detrás, los apiarios que había preparado para un emprendimiento de apicultura.

Dengue - La Pampa
Epec

Nacido de un hogar de clase media y sin grandes privaciones en su niñez y adolescencia, un día Ricardo Serravalle decidió volverse ladrón. “Fue en la época de la híper de Alfonsín. Yo trabajaba como vendedor en Angelo Paolo, en la peatonal. Cuando se fue todo al carajo, vino el dueño y me dijo: ‘Ricardo, vos trabajás muy bien, pero te tengo que echar. No me queda otra'”.

Alumno del Jerónimo Luis de Cabrera, Serravalle no hizo el trayecto habitual de los delincuentes. No empezó robando cosas de un mercadito ni manoteando billeteras. Decidió hacerse ladrón y fue por un FAL.

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Cualquiera que lo conociera un poco, lo describiría como un tipo inteligente y audaz. Durante los 15 años que estuvo preso por el asalto a un blindado frente a la Epec, en el año 1997, se las arregló para convertirse en un preso altamente respetado dentro de la cárcel, no por su palmarés delictivo (aunque también), sino por su capacidad de abrir cerebros. Hacía docencia en los pabellones, apadrinaba a los pibes que recién ingresaban, organizaba los roles, motivaba a los que intentaban hacer algo positivo con su vida.

La mayoría de los empleados penitenciarios lo aborrecía, pero no por que fuera irrespetuoso o cachivache. Justamente por lo contrario: porque avivaba a sus compañeros de pabellón para que hicieran cumplir sus derechos a la educación, al trabajo, a la salud, a cobrar un salario, por mínimo que fuera. Lograba estar más preparado que sus carceleros y no perdía ocasión para hacérselos saber.

Hacia el año 2004 había organizado algo parecido a una “logia” carcelaria. Era un grupo de cinco o seis internos que autodenominaban “Los Concientizadores”. Armaban de forma anónima afiches manuales con esa firma, y los pegaban en los pabellones, haciéndoles saber a los presos los derechos que les asistían y que debían exigir.

El movimiento lógicamente tenía a maltraer al entonces director de San Martín, Daniel Corso, quien luego sería el artífice del estallido en 2005 por sus decisiones erradas y su política de mano dura en una cárcel colapsada, queriendo apagar con nafta un polvorín.

Hacia el año 2004 había organizado algo parecido a una “logia” carcelaria. Era un grupo de cinco o seis internos que autodenominaban “Los Concientizadores”. Armaban de forma anónima afiches manuales con esa firma, y los pegaban en los pabellones, haciéndoles saber a los presos los derechos que les asistían y que debían exigir.

Cuando estalló el motín, Serravalle habitaba el pabellón 2, en planta baja. Contrario a lo que dicen muchos acerca de su rol de cabecilla, en esa ocasión jugó un papel decididamente positivo, reorganizando y conteniendo las fuerzas internas, facilitando el diálogo entre los diferentes plumas de los pabellones, oficiando de vocero y mediador con la justicia y las fuerzas de seguridad, jugándose el pellejo para intentar encausar una revuelta que por la decidida acción de un grupo de internos del que él formaba parte, no terminó con ningún muerto dentro del penal.

Pero la Justicia lo imputó mal y lo condenó peor. Cuando ya estaba listo para salir en libertad, una condena por el motín le extendió su estadía en prisión durante cinco años más. Fue porque uno de los guardiacárceles que fue tomado de rehén lo apuntó como parte el grupo que lo torturó. El señalamiento había sido un error: lo confundió con otro preso, de aspecto muy parecido. Me consta; los conocí a ambos. Y además, cuando compartieron pabellón en el exCrom, el segundo le pidió disculpas al primero. Cosas de la tumba. “Si te confunden y te condenan no tenés otra que comértela”, decía Serravalle, quien acostumbraba argumentar que había sido condenado por los delitos de “comedido y solidario en concurso real”.

MATES CON PÓLVORA

Me reuní varias veces con Serravalle en la Cárcel de San Martín. En los últimos años de su estadía su celda era la última de la derecha, en la planta alta del pabellón uno. Ahí te recibía con la camiseta 10 de Román Riquelme puesta, te servía sus “mates con pólvora”, ponía de fondo música de Joaquín Sabina y te contaba de sus escritos.

En el año 2007 se había logrado comprar una PC, cuyo teclado apenas lograba seguirle el ritmo a su vertiginoso cerebro. Desde esa celda, Serravalle escribía filosos textos acerca del motín, de la justicia, del encierro, de la dictadura, de la cultura y anticultura carcelaria. Era irónico para referirse a “los efectos resocializadores de cagar en un tarro”, o agradecía con sorna el catering del Servicio Penitencio y sus sopas de agua, “tan útiles para cuidarle la hipoglucemia al preso”. De hecho, uno de sus críticos escritos acerca de “el aislao”, las tenebrosas celdas de aislamiento construidas durante la dictadura, fue el disparador para la decisión que años más tarde tomaría el ministro Luis Angulo de abolirlas en toda la provincia.

Sus escritos salían en el pendrive de alguna visita y se publicaban, explosivos, en revistas de la Universidad Nacional de Córdoba, donde estudiaba Licenciatura en Historia.

Uno de sus críticos escritos acerca de “el aislao”, las tenebrosas celdas de aislamiento construidas durante la dictadura, fue el disparador para la decisión que años más tarde tomaría el ministro Luis Angulo de abolirlas en toda la provincia.

“Pongo a disposición mi cuerpo en manos de la ciencia para que cualquiera investigue si alguna vez en mi vida he consumido sustancias tóxicas”, solía proferir orgulloso.

Era una molestia para el SPC, y él lo sabía. Por eso no tardó demasiado en llegar la orden de requisa y secuestro de su PC, la herramienta “letal” con la que daba curso a su cabeza explosiva y su crítica visión del poder.

Más de 8 meses tardaron en devolvérsela. Al punto que le llegó antes el pase al Crom (cárcel abierta) que la recuperación de la computadora. Hasta que un día volvió.

Pero el hombre ya estaba envenenado. Odiaba esa condena injusta. Odiaba esa requisa que le había llevado su PC. Odiaba al compañero de pabellón por el cual él estaba preso. Odiaba a la Justicia, al SPC. Y aunque no los odiaba, estaba realmente harto de los “mutantes”, como él llamaba a los presos cachivaches, incapaces de respetar los espacios de los demás.

MACERANDO BRONCA

A la espera de una libertad condicional, fue macerando bronca. Salía del Crom una vez por día a la Ciudad Universitaria para cursar las últimas materias de Licenciatura en Historia, siempre acompañado de un custodio, pero seguía acumulando bronca. Pasaba de visita los fines de semana por la casa de su madre, en barrio Cofico, pero seguía juntando bronca. Armaba los apiarios de madera con los que soñaba con montar un emprendimiento de miel en las sierras, pero la Justicia no le habilitaba los fondos que eran de él, y seguía juntando bronca.

Dejó a una increíble novia de la que se había enamorado durante su encierro. Una pequeña pero enorme mujer que integraba el Proyecto Universidad en la Cárcel y a la que había conocido en una de sus charlas dentro de la prisión. Ella era la que lo mantenía enfocado, la que le hacía mirar hacia adelante y proyectar un futuro lejos de sus andanzas. Pero el Ricardo embroncado terminó por cansarla. “Está hecho un idiota”, me supo confesar ella. Y se dejaron.

Y cuando finalmente el juez de ejecución le firmó la libertad, aquel viejo Ricardo y su pensamiento de avanzada en el fondo del pabellón ya le había dejado lugar otra vez al otro Ricardo, el de sus inicios delictivos en la época de la híper de Alfonsín. Su libertad, lamentablemente, le llegó al menos cuatro años más tarde de lo que debería haber sido. Y esos años -estoy convencido de lo que firmo- fueron determinantes en su no-reinserción.

A Serravalle le perdí el rastro hace algunos años. Lo último que supe es que había terminado la facultad, y que estaba a full con las abejas.

A la luz de lo sucedido, claramente no habrán sido ésos sus únicos proyectos. Ni los mayores…

Hoy me enteré que hace un mes estuvo “de recorrida” por el bajo fondo en busca de armas largas. Ya estaba hablando de un golpe grande. El tipo que las vendía lo conocía de la cárcel, y le tenía gran afecto. Pese a que era buena plata, no se las quiso conseguir. “Lo vi bastante acelerado, estaba como pasado de vuelta”, me confió.

A las armas largas las consiguió en otro lado, y en la madrugada del 16 de febrero estaba concretando uno de los más violentos asaltos comando de la historia delictiva reciente de Córdoba. Él se había jurado: “Yo a la cárcel no vuelvo”. Murió en su infausta ley. Y lo imperdonable: su accionar se llevó la vida de un policía en el cumplimiento de su deber, a quien rindo mi tributo.

No es esta columna un homenaje ni una apología ni reconocimiento alguno al delincuente que cayó anoche abatido, y con quien me había reunido en una docena de ocasiones, tanto dentro como fuera de la cárcel. Este escrito más bien es una expresión de bronca y de dolor por lo que pudo ser y que no fue. Más bien es una demostración de lo difícil que puede ser la reinserción aún para los que están convencidos de dejar las armas, o al menos lo estuvieron en algún momento. Y finalmente busca también mostrar los vestigios de humanidad de un tipo que por propia decisión, pero también por otros factores, terminó perdido en ese laberinto de los que salen de la prisión y nunca más logran reinsertarse.

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