(Por Aleks G. Camacho y Modoviajeok). En casa, mi madre, que quedó huérfana a los ocho años, espera siempre a mi abuelo cada noviembre, ella sabe que llegará igual que mi abuela, quien falleció a finales de un invierno hace casi veinte años. Ellos, mis abuelos, llegan junto a mis otros abuelos, y mi sobrino, quien se fue hace un par de años y cuya ausencia pesa demasiado, pero sucede algo, los primeros días de noviembre, creemos firmemente que vuelven, que nos visitan, que están aquí entre nosotros, como quien llega de un lugar lejano para comprobar que estamos bien. Nos imaginamos que vuelven felices, que sonríen, que nos abrazan por un instante, creemos que la espera vale la pena, porque en esta tierra se nos enseña que nadie se va del todo, se nos enseña a esperarlos, se nos enseña que el amor y la comida, son vínculos irrompibles entre ellos y nosotros. Mi papá dice que los panteones son los lugares donde viven nuestros muertos. Viven. No dice que sean lugares donde descansan, sino donde habitan. Entonces todos los mexicanos hacemos de dichos lugares, una fiesta de flores y de luces, de adornos, los panteones de México son lugares llenos de colores, hay quien dice que celebramos la muerte, pero no es así, los celebramos a ellos, ayudamos a que su ausencia no pese tanto. Ninguna otra fecha en el año hace que los sintamos tan cerca y tan llenos de felicidad como estos primeros días de noviembre.

En México, comprendimos que la vida no termina con la muerte, la muerte es solo un puente para otro estado de existencia que descubrimos muy bien los mexicanos. Nosotros tenemos la firme convicción de que regresan cada año a recordarnos la importancia de la vida. Que la memoria y los recuerdos son lugares que se habitan, son también la llama que los mantiene presentes.
Cada ser querido regresa a la casa donde fue feliz, a su lugar favorito, a jugar por un momento con el viento y los árboles y las nubes del cielo. Cada ser querido regresa a comer y a beber aquello que tanto solía disfrutar, regresa para estar más cerca de nosotros, quizá estos días, se caiga el pétalo de alguna flor, se mueva la flama de la vela, corra un viento suave y eso, sea un suspiro mientras nos abrazan y nos besan sin que nos demos cuenta. Quienes crecimos con la tradición de esperarlos, corremos días previos para preparar las ofrendas, ya sea en un altar o en el propio panteón, comidas y bebidas, frutas, dulces, todo aquello que pueda hacer más bonita su estancia en la casa que habitaron. Nos esmeramos en recibirlos como se merecen. El viaje desde ese lugar debe ser emocionante, cruzar por un momento para volver a tocarnos, para decir que todo está bien, que mientras no los olvidemos, ellos seguirán existiendo en el universo.
Lejos de la parafernalia de la televisión y las redes sociales, lejos de las catrinas y de aquello que huela a marketing, lejos de esa hibridación de costumbres entre el México prehispánico y la evangelización de los españoles, el día de muertos es una comunión entre la vida y la muerte, es la esperanza de saber que quien se fue, no se fue del todo.
Dicen que todos vienen en orden, primero llegan las mascotas, luego quienes se fueron de manera trágica, después aquellos que se ahogaron, también llegan las almas solitarias, los niños no bautizados, luego los bautizados, y por último todos los adultos. Y para todos, hay cabida en los corazones de quienes sabemos esperar, porque el amor y el cariño persiste y crece a pesar de la ausencia, porque no, no se van para siempre, aquí en México, nos duele la muerte, lloramos días enteros, pero ningún muerto merece ser olvidado y en este país, aprendimos que olvidar no es un verbo que deba conjugarse y que recordarlos, siempre será una forma de seguir dándoles vida.
Ahora, ya se fueron, pero seguiremos aquí como cada año, esperándolos hasta que llegue el momento en que sea a nosotros a quienes nos esperen.

Ofrenda tradicional con flores, fotos, frutas y comidas.
* Este artículo fue publicado en modoviajeok.com.ar.
* El autor Aleks G. Camacho publica en @cuaderno_deviaje.
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