El campo de futbol es uno de los pocos lugares sobre la Tierra en el que ocurren milagros. Que me perdone el Papa Francisco, pero un tal Rojo Faustino Marcos Alberto, de 28 años, 85 kilos y un metro y ochenta y siete centímetros, ha sido capaz de convertir la desesperación en alegría apenas vi que el centro de Mercado llegaba al corazón del área y que el Kun Agüero se llevaba la marca hacía el primer palo. Vestido de Gabriel Omar Batistuta entró y le pegó con la suela derecha, seco, al lado del palo del arquero nigeriano que intuyó lo mismo que los mil millones de ojos que mirábamos el partido en ese instante de supremo éxtasis. Goooooooooooooooooooooool. No importaba más nada.
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Los viejos relatores de radio solían decir cuando la cancha se inclinaba para un lado, empujada por el fervor de once jugadores que deseaban la victoria como una manada de leones hambrientos, que “hay olor a gol en el estadio” o “se ve venir el gol”. Nadie sabe si el gol tiene olor o si es posible verlo llegar o si los estadios se inclinan como un subibaja. Pero en ese momento, la hinchada del equipo que empujaba, apuraba el latido del corazón y elevaba la atención al máximo, a la espera de su arribo. Casi siempre sucedía, porque es un asunto serio eso de predecir goles y milagros.
La verdad, es que a los 80 minutos, en el estadio de San Petersburgo, había olor a gol.
Pese al pronóstico anunciando su llegada inminente, el grito sagrado no quería salir de las gargantas. Los nigerianos se las ingeniaban para enfriar las ganas y hasta Odion Ighalo estuvo a punto de convertir el país en una clínica a cielo abierto, produciendo un infarto masivo. Sin embargo, cuando se acomodó para pegarle todos vimos una luz al final del túnel: el cuerpo naranja de Armani Franco, que desvió el disparo en el mano a mano más temido. Iban 82 minutos. Nos llevamos la mano al corazón y había pulso. Ahí tuve la fantasía de la certeza, esa que decía que podía haber milagro. Ahora me acordaba de aquella otra frase clásica del fútbol: los goles que no se convierten se sufren en el arco propio. Dije, “Chau Nigeria. Gracias Ighalo”. Faltaban 3 minutos para el milagro verdadero.
Cuando Odion Ighalo se acomodó para pegarle todos vimos una luz al final del túnel: el cuerpo naranja de Armani Franco, que desvió el disparo en el mano a mano más temido. Iban 82 minutos. Nos llevamos la mano al corazón y había pulso. Ahí tuve la fantasía de la certeza, esa que decía que podía haber milagro. Ahora me acordaba de aquella otra frase clásica del fútbol: los goles que no se convierten se sufren en el arco propio. Dije, “Chau Nigeria. Gracias Ighalo”. Faltaban tres minutos para el milagro verdadero.
Rojo Faustino Marcos Alberto nació en La Plata, y Alejandro Sabella lo hizo jugar la final de la Intercontinental en la que Estudiantes perdió con el Barcelona en 2009. Si Sabella lo puso ahí por algo debió ser. El pibe tenía nada más que 19 años. Después jugó un tremendo Mundial 2014, atrás de Javier Mascherano en eso de dejar el alma adentro de la cancha. Sin embargo, este Rojo tiene la fija de convertirle goles a los nigerianos: en Brasil hizo el que hasta ahora era el único gol suyo en la máxima competición mundial. Repeticiones del destino, aquel tanto fue el de la victoria contra Nigeria, aunque esa vez fue por 3 a 2.
El año pasado estuvo seis meses sin jugar por una lesión en la rodilla y luego del empate con Islandia en la primera fecha del grupo mundialista, le llenaron la ficha de críticas y fue reemplazado de la formación titular para el cruce con Croacia. Su regreso contra Nigeria estaba rodeado de todos los fantasmas que envolvían a la selección. Pero resultó que Rojo Faustino Marcos Alberto tenía otros planes para los fantasmas que apichonaban a Messi y el resto. Los echó con ese soberbio patadón que le prestó Batistuta y que debe haber festejado hasta el Papa.
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