Semanas atrás, cuando decidí escribir a ENREDACCIÓN para hacerles mi propuesta de columna sobre discapacidad, inclusión y accesibilidad, creía tener las cosas claras.
Ahora no. Se me nubló la mente. Y se me ocurrió, nada. Escribir sobre nada. Como si en Córdoba todo estuviera bien. Las veredas en buen estado. Rampas en todas las esquinas. Todos los semáforos audibles. Comercios accesibles. Baños públicos accesibles. Todo accesible y bien mantenido.
Sería lo óptimo ¿o no? Pero, lamentablemente, no es así. Una ciudad inaccesible te deja discapacitado, que no es igual que ser una persona con discapacidad.
Haber sufrido un accidente o nacer con una discapacidad, al fin y al cabo, es lo mismo. Si las trabas la pone, en un principio, la ciudad. Y ¡no se puede vivir en armonía con trabas!
Aun así, la sonrisa de nuestras caras no se borra, sigue siendo más grande el placer de conquistar uno de nuestros derechos o haber llegado a casa sano y salvo, tras sortear todos los obstáculos de una ciudad inaccesible.
El hecho de que la ciudad no sea del todo accesible no va a impedir que nos movamos por las calles (porque, además, en las calles no hay escalones -¿Ironía? Quizás-), algunos con más dificultades que otros. Sin embargo, ¿qué pasa con la sociedad? La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU (de la cual Argentina es un Estado parte) omite la cuestión del respeto entre pares, lo da por sentado. Como si en la cola para el cajero, la del supermercado o para hacer un trámite nos cedieran siempre el lugar, como si nos preguntaran antes de brindar su imponente ‘ayuda’, como si la brindaran siempre. Como si uno no pudiera, al menos, intentar valerse por sí solo.
Nadie dijo que iba a ser fácil vivir, y menos con una discapacidad. Lo más difícil de todo, es que las personas te discapaciten, que no te dejen ser, ni hacer.
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