La época del poder absoluto y feudal nos remite al medioevo. La famosa Revolución Francesa que dio nacimiento a la República (y el discurso republicano) tuvo lugar en 1789, hace 231 años. Si bien Francia, después de aquella revuelta, durante el siglo XIX fue y volvió entre la república, la monarquía constitucional y la dictadura, el punto final a lo que se llamó el antiguo régimen (el absolutismo y el feudalismo) se produjo con aquella revuelta. Como todo lo que muere da nacimiento a algo nuevo, también fue el instante histórico fundacional del orden moderno y posmoderno dominante hasta nuestros días.
Sin embargo, sorpresivamente, dos siglos y pico más tarde, el intendente Martín Llaryora (PJ, Hacemos por Córdoba) por esas rocambolescas vueltas de la historia, ha decidido echar mano a las herramientas del depuesto poder absoluto. Es decir, arrogarse el poder de ser juez y parte.
El despido del empleado Nelson Cuello del área de Espacios Verdes de la Municipalidad de Córdoba fue realizado a través de un decreto que se refiere a “intimidación pública” y señala que su accionar “constituye un delito de peligro”. Semejante acusación y decisión fue realizada sin que exista sentencia judicial previa.
A ello, se suma que se realizó sin sumario previo, sin que el empleado que se manifestaba por las calles de la ciudad de Córdoba hubiera podido ejercer su derecho de defensa y sin que exista prueba alguna, salvo una foto en la que está con un mortero –pero de la que no se sabe quién la proveyó, por ejemplo-. Semejante modo de actuar revela que el intendente decidió auto designarse como juez penal de la capital provincial, a la par que viola el artículo 18 de la Constitución Nacional.
Dicho artículo dice textualmente: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso, ni juzgado por comisiones especiales, o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa. Nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo; ni arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente. Es inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos. El domicilio es inviolable, como también la correspondencia epistolar y los papeles privados; y una ley determinará en qué casos y con qué justificativos podrá procederse a su allanamiento y ocupación. Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormento y los azotes. Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Cuando se habla de las instituciones de la República fundada por la revolución de los galos, se hace referencia justamente a que el poder se dividió en tres: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El objetivo de aquel acontecimiento histórico fue terminar con el poder despótico de príncipes, reyes y señores feudales. En términos más comunes, de que dejaran de matar a su antojo y cobrar los impuestos que se les ocurrieran. De hecho, el primer límite al príncipe (presidente, primer ministro, gobernador, intendente, etc. de tiempo actuales) es que no puede ser juez. Hace dos siglos atrás fue el modo de evitar que la guillotina siguiera siendo manejada según el antojo y perverso criterio que solían esgrimir los citados reyes. El segundo, es que el Parlamento es el que fija los tributos. Esto último tiene una razón de ser en que reyes y señores feudales consideraban a todos los habitantes del reino como vasallos (sin derecho de contratar la fuerza de trabajo con quien quisieran y obligados a pagar tributos para recibir la protección del señor feudal). Es decir, no habría capitalismo sin revolución francesa, que es su plano institucional.
Llaryora también han decidido equiparar lugar de trabajo con espacio público y, a la par de ello, ha dictaminado que el “orden público” es una definición flexible, al antojo y necesidad del intendente-príncipe.
Para poner un ejemplo que permita entender la separación entre lo que se puede hacer en el lugar de trabajo y fuera de él, vale el siguiente ejemplo: si una persona asesina a su madre y tiene empleo formal, debe ir a la cárcel, pero no puede ser despedido. Se suspende la relación laboral (por el principio de que el trabajador contrata su fuerza de trabajo y al ser detenido no puede entregarla). Aquí, el intendente despide a un trabajador que no se sabe el daño que causó, más allá del eventual y supuesto ruido que pudo haber provocado la bomba de estruendo. La magnitud de uno y otro delito huelgan de explicación.
La pena o sanción por alteración del “orden público” depende del tipo de acto o del tamaño del bien o derecho lesionado. No es lo mismo intentar derrocar al gobernador, que arrojar una bomba de estruendo. La magnitud del daño define la pena y por la división de poderes, esa tarea corresponde a la Justicia y no al poder administrativo, que es el del intendente. Como máximo puede denunciarlo, pero no ejercer de juez.
Aquí es interesante realizar otra comparación, pero relativa a lo que se puede hacer adentro y afuera del lugar de trabajo. Es importante porque sostiene un principio del capitalismo y la legislación emergente: que la fuerza de trabajo se vende a cambio de un sueldo. Las leyes establecen un horario y una serie de derechos para esa contraprestación. De este modo, el empleador puede ejercer sus derechos dentro de los límites espaciales del “lugar de trabajo” y del “espacio de tiempo” por el cual contrata la fuerza de trabajo del empleado. Fuera de ello, el empleado puede ser jugador de pocker, amante, afiliado al Partido Comunista o la Unión de Centro Democrático, miembro de la Asociación Española, bailarín de tango o guardia de seguridad. Sólo el Poder Judicial, como parte del Estado, puede perseguir a un ciudadano, si es que este viola alguna ley vigente.
Que Cuello, o Pérez, o Domínguez o Politti se expresen con violencia fuera de su lugar de trabajo no es de incumbencia del empleador, sino del fuero penal, y eventualmente civil, de la Justicia. Sí daría derecho a intervenir al empleador y eventualmente sancionar, si Cuello hubiera destruido dentro del taller de espacios verdes una máquina de cortar césped o un tractor o el portón del galpón con la bomba de estruendo.
Cuello tampoco es funcionario público, es empleado público. La diferencia es básica, pero sustancial: los funcionarios dan fe de actos y están obligados a denunciar cualquier delito que ocurra ante su vista o del que tomen conocimiento. Los empleados no. El funcionario depende de la lapicera del intendente. El empleado tiene una legislación que lo protege de las arbitrariedades de la patronal y establece sus obligaciones.
Sin embargo, esto no es sólo un asunto jurídico. Es centralmente político. No se trata sólo de criminalizar la protesta –con denuncias penales- como hacen generalmente los gobiernos de signo neoliberal en el mundo en desarrollo, sino además –y eso es lo inédito- convertirse en juez y parte, en este caso despidiendo trabajadores y pasando por encima la Constitución y el Poder Judicial.
Despedir a un trabajador que se expresa en una manifestación sindical, fuera de su lugar de trabajo, es una acción anterior a la legislación del trabajo y sindical que rige en Argentina y el mundo desarrollado. Es propio de los regímenes neoliberales y también de los que están al margen del Estado de derecho, que buscan condicionar la acumulación política y sindical de los trabajadores para imponer regímenes con menor vigencia de derechos y mayor extracción de ganancia en favor del capital.
Aquí, probablemente, se adiciona que el jefe comunal busca condicionar la capacidad de respuesta del sindicato municipal y el curso de las negociaciones salariales con el SUOEM –el sindicato municipal-.
Más allá de los fines, el decreto con el que despide al trabajador Cuello convirtió al intendente Llaryora en príncipe. No es fácil encontrar hechos iguales en la historia.
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