Nadie se gana un apodo como el de Dama de Hierro sin algo de mérito. Uno puede sentir más o menos rechazo por su figura, pero Margaret Thatcher hizo en 1979 una campaña prácticamente sin fisuras. Así de hierro como gobernaba, de hierro eran sus discursos: “La gente que pide constantemente la intervención del gobierno está echando la culpa de sus problemas a la sociedad. Y, sabe usted, no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias. Y ningún gobierno puede hacer nada si no es a través de la gente, y la gente primero debe cuidar de sí misma”. Durante su gobierno las derrotas sindicales fueron irremontables, y el caso de la huelga de los trabajadores mineros fue solamente el ejemplo de toda una época. Pero las derrotas en términos simbólicos se vieron casi dos décadas después, cuando el premier laborista Tony Blair declaró: “ahora todos somos de clase media”. Esto significaba que la clase trabajadora (workingclass) había dejado de existir en el imaginario inglés junto con la industria pesada. O eso pretendía el liberalismo (de derecha o de centro).
El mapa social también es objeto de disputa política y electoral. Todos intervienen. En 2013 un informe del Banco Mundial encontró que la clase media en América Latina –aquellos que viven con 10 a 50 dólares por día- había crecido un 50% por el boom económico, la creación del empleo y la disminución de la pobreza en la región. Ese mismo año, en Argentina, Alejandro Grimson publicaba los resultados de una encuesta realizada en Buenos Aires y revelaba que más del 70% de la población se consideraba a sí misma de clase media. Encuestas de 2009 y 2015 muestran resultados muy similares.
Para la misma época la presidenta Cristina Fernández de Kirchner criticaba la defensa cerrada y corporativa de privilegios por parte de la clase media en el país: se negaba a compartir espacios y consumos con los más “humildes”, además de resistirse a aportar recursos (impuesto a las ganancias) que iban a parar a los “planes sociales”. Siempre es difícil evitar ese eufemismo: cuando decimos “humildes” hablamos de pobres, que también tienen derecho a ser soberbios. A Grimson le preocupaba, justamente, que las palabras de la presidenta no interpelaran solamente a aquellos “privilegiados” que estaban casi en la cima de la pirámide social, sino a toda esa gran masa de ciudadanos (entre 7 y 8 de cada 10 argentinos) que se consideraban a sí mismos personas de clase media.
Karl Marx creyó que la revolución era inevitable porque los trabajadores no tenían nada que perder salvo sus propias cadenas. El siglo XX le trastocó sus premisas y complicó sus conclusiones: ante el peligro de rebeliones por derecha e izquierda, las clases dirigentes de gran parte del mundo incorporaron a las masas de trabajadores a ciertos estándares de consumo, desde los autos baratos con el nombre de “pueblo” en su marca hasta esas heladeras que se cerraban a los golpes y hoy son usadas como estanterías por el hipsterismo con debilidad por lo vintage.
Owen Jones sostiene que en la Inglaterra de hoy ser de clase trabajadora significa ser “pobre”, mientras que ser de clase media significa ser “culto”. Probablemente en Argentina sea otra la historia y “ser de clase media” arrastre significados forjados hace décadas, pero también otros forjados hace apenas algunos años.
Quizás ser “profesional” sea un piso demasiado alto para ingresar en la categoría de “clase media”, pero sin dudas la educación formal (al menos acceder a la universidad, aunque sea sin finalizar una carrera) tiene un lugar central en la definición de este término. Basta con recordar que una gobernadora afirmó sin sonrojarse, en pleno conurbano, que los pobres no van a la universidad pública.
Algunos consultores sostienen que “técnicamente” la clase media agrupa a un 45% de la sociedad, con ingresos promedio de 45 mil pesos mensuales.
Algunos consultores sostienen que “técnicamente” la clase media agrupa a un 45% de la sociedad, con ingresos promedio de 45 mil pesos mensuales. La franja inferior de esta clase es la que más preocupación despierta, muy inestable, con el agua de la pobreza demasiado al cuello y con menos capacidad de adaptación que sus vecinos del piso de abajo: cuotas de créditos, prepagas, de escuelas privadas para sus hijos, del plan del auto, barrios residenciales con servicios caros, entre otros gastos fijos. Desde mediados de la década de los ochenta el mito de “un país de clase media” entra en crisis cada vez que el INDEC publica cifras preocupantes en relación a la pobreza.
En el mismo sentido, quizás “ser de clase media” quiere decir estar empleado en trabajos no manuales, aun si éstos no son demasiado calificados. Quizás signifique trabajar en lugares “limpios”, más o menos “formales”. Pero sobre todas las cosas, el “sentirse” de clase media significa sentirse “autónomo”, sin depender de nadie más que del propio trabajo. En criollo: ser de clase media viene significando no ser pobre, y por si queda alguna duda, viene significando no cobrar un “plan social”.
Si es cierto que la “batalla cultural” fue nombrada por el progresismo pero ganada por el liberalismo, buena parte de los que se identifican con la “clase media” coinciden con el discurso thatcheriano: se sienten individuos que no le piden nada al gobierno, que se hacen cargo de sí mismos: sienten que sus logros no tienen historia ni contexto. Toda una vida rompiéndose el lomo.
Martín Rodríguez nombra una fracción de estos sectores como “moyanismo social”. Piensan que no le deben nada a nadie. Nunca recibieron un regalo ni una ayuda. Trabajan tanto que no tienen ni tiempo de saber cómo se tramitan los planes sociales. Cerca de sus barrios conocen gente que recibió una casa del gobierno, les sacaron las ventanas y las vendieron, y con el piso de parquet hicieron un asado. Juran que los conocen. Que los ven en la calle con zapatillas más caras que las suyas y celulares “de última generación”. Juran también que en este país el que no trabaja vive mejor que ellos, que sí “laburan como enanos”.
Lo mismo “clase media” que “laburantes”, el nombre que elegimos para nosotros mismos es el nombre sobre el que no pesan estigmas. De la “clase baja” y los “pobres” se desconfía, porque les faltan valores, cabeza y ganas de trabajar. De los “ricos” o la “clase alta” se desconfía, porque seguro alguna trampa hicieron para llegar hasta esa posición. He ahí el dilema. En La Era de Hielo 2, una mamut se crió entre zarigüeyas y se define a sí misma como zarigüeya. Se trepa a los árboles y los troncos se doblan, pero ella se cree zarigüeya. Dice que no tiene nada que ver con los mamuts, ignora que tenía el servicio de electricidad y de gas subsidiado, que la universidad pública tiene fondos públicos y que gasta más dinero en leche y pan que en artículos importados, por lo que el cepo cambiario era un costo que necesitaba pagar para controlar los precios de lo que consume diariamente y que se lleva la mayor proporción de su sueldo. Puede llamarse zarigüeya, pero sigue teniendo necesidades de mamut.
“Todos somos de clase media” significa que nadie acepta de buena gana que estábamos sostenidos, subsidiados, bancados con fondos públicos mucho más de lo que efectivamente sabemos o estamos dispuestos a reconocer. Y es que, sabe usted, la sociedad sí existe, y quienes se convierten en individuos autónomos lo hacen sólo porque esa misma sociedad se los permite.