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[Historias de 64 casillas] Un genio al que le quedó chico el tablero

El ajedrecista José Raúl Capablanca.

Jamás habrá un ajedrecista tan legendario como José Raúl Capablanca. El cubano fue la primera megaestrella que tuvo ajedrez en las primeras décadas del siglo 20, comparable en esa época a una celebridad del béisbol, del cine o la música.

A Capablanca le gustaban las mujeres, el buen comer, la buena vida y el ajedrez, quizá en ese orden. El ajedrez le salía fácil. Es como si el juego ciencia se hubiera inventado por él.

No es casualidad que el Día Mundial del Ajedrecista se celebre precisamente cuando Capablanca vino al mundo: el 19 de noviembre. Nació en el Castillo del Príncipe, una instalación militar de La Habana, en 1888, ya que su padre era un militar del ejército español.

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Nadie, ni Fischer, ni Kasparov, ni Lasker, ni Karpov absolutamente nadie iguala la vida de fábula de Capablanca. La admiración que cosechó en todo el mundo hizo que lo llamaran “el Mozart del ajedrez” y también “la máquina”, por los asombrosos resultados que obtuvo cuando en 1909 en una gira por Estados Unidos jugó un total de 734 partidas simultáneas, de las que ganó 703, empató 19 y perdió sólo 12.

José Raúl aprendió a jugar a los 4 años sin que nadie le enseñara. Sólo mirando a su padre disputar partidas con sus amigos. Sorprendido, y un tanto incrédulo, su papá, don José María Capablanca Fernández, lo retó a un juego y fue su perdición. El pequeño que no llegaba con los pies al piso lo derrotó sin atenuantes.

Epec

La noticia del surgimiento de un genio rápidamente se difundió en la isla. Al año siguiente, cuando el pequeño “Capa” cumplió 5, su padre comenzó a llevarlo al Club de Ajedrez de La Habana, donde empezó a tumbar reyes. Y en diciembre de 1901, a los 13 años, se convirtió en campeón de Cuba al derrotar al entonces poseedor del título Juan Corzo con un resultado de 4 victorias, 3 derrotas y 6 tablas.

Luego de terminar sus estudios en el Instituto de Bachillerato de Matanzas (provincia de Cuba), su ilusión era ir a estudiar a Estados Unidos, pero esos sueños chocaban con la falta de recursos de su familia.  No obstante, el mecenas Ramón Pelayo de la Torriente veía en Capablanca un diamante en bruto que había que pulir en Estados Unidos, con la secreta intención que volviese a gestionar sus negocios azucareros en Cuba. Así fue cómo cursó la secundaria en la Escuela Woody Cliff de Nueva Jersey, con intenciones de entrar a la carrera de ingeniería química en la Universidad de Columbia.

Sólo cursó los dos primeros años, hasta que el ajedrez lo atrapó definitivamente. Ya en 1905, con 17 años, descubrió el Manhattan Chess Club (actualmente ya no existe), donde comenzó a deslumbrar por su juego. Su consagración llegaría en abril de 1906 cuando participó en un torneo relámpago en el que venció al entonces campeón mundial Emanuel Lasker, un anticipo de lo que sucedería años más tarde.

Para entonces, el aporte del mecenas ya se había extinguido, dado su abandono de los estudios universitarios, pero Capablanca consiguió que lo nombraran en un cargo diplomático, con un sueldo, si bien no demasiado generoso, que le permitía seguir dedicándose al ajedrez. Aunque la diosa Caissa siempre tiene reservado un lugar glorioso para sus favoritos.

El joven Capablanca, en pleno ascenso al olimpo ajedrecístico.

LA CIMA

La “Capablancamanía” aparece en un lugar y un momento determinado. En la ciudad vasca de San Sebastián, en 1911. Allí se jugaba un fortísimo torneo con las más decoradas figuras del ajedrez del momento, con excepción del campeón mundial Lasker.

Cómo habrá sido de importante la competencia que se descontaba que el vencedor obtenía el derecho de retar al campeón. Razón por la cual no era para cualquiera. Por eso es que algunos grandes maestros protestaron por la inclusión del joven Capablanca, sin ningún otro antecedente que el haber vencido al campeón estadounidense Frank Marshall. Algunos historiadores, como el cubano Miguel Ángel Sánchez, sugieren que fue el propio Marshall quien presionó para que pudiera jugar  “Capa”.

Uno de los que se oponían era el doctor Ossip Bernstein. ¡Ay cruel destino! Capablanca no sólo le ganó la partida, sino que además fue distinguida con el premio de belleza.

Así fue como Capablanca se ganó el derecho de retar al gran Lasker, el segundo campeón mundial de la historia y una de las máximas glorias que haya dado este juego. El encuentro se llevó a cabo en La Habana, en 1921, donde el cubano se coronó nuevo campeón mundial al barrer del tablero al maestro alemán en 14 partidas: cuatro victorias y 10 tablas.

Hay que señalar la capitulación llegó antes de lo estipulado, un poco abrumado por la superioridad de Capablanca y otro poco agobiado por la temperatura de La Habana, según señala el propio Lasker, aunque por cortesía de los anfitriones las partidas se jugaban a las nueve de la noche.

LA CAÍDA

Tanta confianza en sí mismo y tantas condiciones naturales para jugar ajedrez en niveles superlativos convirtieron a Capablanca en un holgazán. No le gustaba estudiar aperturas. Se creía capaz de resolver todos los problemas que se le presentaran en una posición. Y de hecho lo hacía con pasmosa precisión.

Además, hay que recordar que le gustaba la noche y su fina estampa de caballero latino enamoraba a las mujeres. Como decían sus colegas, “Capablanca no deja una dama en pie, ni dentro ni fuera del tablero”.

Esa fue quizá una de las causas por las que perdió el título de campeón frente a Alexander Alekhine, en Buenos Aires en 1927. De aquél entonces se dice que Capablanca confió más en los brazos de la actriz Gloria Guzmán que en prepararse para enfrentarse a un obsesivo como lo era el maestro ruso.

Es que, hasta ese momento, Alekhine no había podido vencer nunca al gran “Capa”. Todos los pronósticos vaticinaban una clara victoria del cubano. Incluso el propio Alekhine no pensaba que podía ganarle. Pero así se dieron las cosas, como el cuento de la liebre y la tortuga, Capablanca confió en su talento natural, en la inspiración de Caissa, y Alekhine en su paciente preparación, en su estudio profundo del juego del cubano.

La triste historia es que Alekhine nunca más quiso darle la revancha a Capablanca, escudándose en mil excusas e incluso aceptando el reto de ajedrecistas de menor envergadura.

Fue una gran frustración para el mundo del ajedrez que, a pesar de todo, seguía considerando a Capablanca como la gran estrella del firmamento ajedrecístico.

NUEVOS RUMBOS

Tal parece que en los últimos años de su vida a Capablanca el ajedrez comenzó a aburrirlo. Algunos historiadores interpretan que se daba a partir de su natural aversión a dedicarle tiempo al estudio del juego.

Fue entonces que comenzó a proponer modificar las reglas, en primer lugar, agrandando el tablero y agregando dos piezas.

Miguel Ángel Sánchez cuenta en la biografía Capablanca, leyenda y realidad que Capablanca le daba nombre a esas dos piezas: el arzobispo y el canciller, con movimientos capaces de competir con el poder de la dama.

Esto era lo que pensaba Capablanca cuando le preguntaron por qué quería cambiar el ajedrez si aún seguía siendo tan complejo, enigmático y desconcertante. “Parece así, pero no para los expertos. En ajedrez, como en todas las disciplinas, existen categorías. Existe el amateur, existe el profesional, el maestro. Y dentro del grupo de maestros hay un reducido número de superioridad decisiva. Para ese grupo, evidentemente, el ajedrez se ha mecanizado, se ha simplificado, ha llegado en su forma actual a canalizarse dentro de ciertos esquemas, fórmulas y dogmatismos de manera que la tendencia hacia la partida tablas es muy grande. Por eso yo propongo la ampliación del juego y la incorporación de dos piezas con movimientos combinados de caballo y torre y de caballo y alfil”.

Según Sánchez, la idea del cubano era ampliar el tablero de 8 por 8 a 10 por 10 casillas y colocar las nuevas figuras al lado del rey y de la dama. El movimiento del arzobispo sería el del alfil y caballo, y el canciller movería como torre y caballo. A la vez, el arzobispo tenía la capacidad por sí mismo y sin la ayuda de ninguna otra pieza de acorralar y matar al rey contrario. Es decir, un arma de destrucción masiva.

Nadie prestó atención a las sugerencias de Capablanca, aunque hoy en día el actual campeón mundial Magnus Carlsen aboga por algunos cambios en el ajedrez, para evitar las frecuentes tablas entre los grandes maestros en la modalidad de ajedrez pensado.

EL FINAL

Capablanca sufría de hipertensión arterial. Extraña metáfora para un cerebro que calculaba infinidad de movidas sobre un tablero. Sus biógrafos señalan que era habitual que el cubano tuviera picos de presión, 210 de alta y 180 de baja (lo saludable es tener 120-80, dicen los especialistas).

La noche del 7 de marzo de 1942, Capablanca le dijo a su segunda esposa, Olga Chagodaef, que daría un paseo por el Central Park para intentar disipar un inaguantable dolor de cabeza.

La caminata terminó en el Manhattan Chess Club, donde se puso a bromear con dos aficionados amigos (C. Saxon y L. Kenton) mientras estos jugaban una partida. De pronto, Capablanca se puso de pie y pidió exclamó: “¡Ayúdenme a quitar el abrigo!”. Sus ojos se pusieron vidriosos, síntoma de la falta de aire, y cayó desplomado en los brazos de sus amigos.

Inmediatamente, fue trasladado al Hospital Mount Sinaí donde a las 5.30 del 8 de marzo Capablanca se hizo definitivamente inmortal.

* Juan Carlos Carranza es periodista especializado en ajedrez.

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