La cortesía, el buen comportamiento, el respeto por el rival son algunos de los principios fundacionales que rigen una partida. Por algo se dice que el ajedrez es un “juego de caballeros”. Al comienzo y al final de un juego los contendientes deben estrecharse las manos (aunque la pandemia hoy imponga el codo), el rival no debe molestar al otro mientras piensa su jugada, etcétera. Todo eso en los papeles.
Lo cierto es que en el fragor de la batalla (porque de eso se trata, una barbarie sin sangre) no hay protocolo de Ginebra que valga. Bien puede pensarse que, por tratarse de un juego dominado por la lógica, en la mayoría de los casos bastaría con encontrar la mejor estrategia para matar al rey contrario. Pero hay otros factores que están más allá del tablero y que pueden influir en el resultado de una partida.
Inexplicables carrasperas, molestos chasquidos de lengua, miradas incómodas, patadas por debajo de la mesa, humo de habanos, lentes espejados, insultos disimulados, entre otros incidentes, han sido parte de memorables encuentros entre señores grandes maestros. Aunque usted no lo crea.
LA TOS SECA DE STEINITZ
Wilheim Steinitz (1836-1900), nacido en Praga cuando era parte del imperio austrohúngaro, está considerado el primer campeón mundial oficial de ajedrez. Era un hombre de un físico muy particular (cabeza grande, barba larga, pelirrojo, algo regordete y piernas cortas) que ya al final de sus días, cuando fue recluido en un asilo mental en las afueras de New York, decía que podía ganarle una partida a Dios dándole un peón de ventaja. Más modesto estuvo Bobby Fischer, quien aseguraba que el resultado de su partida con el Creador terminaría en tablas.
Pero sería injusta esta semblanza sobre Steinitz sin decir que su aporte al juego ciencia fue excepcional. Cimentó las bases del ajedrez moderno del que se nutrieron quienes le sucedieron. Y además fue el campeón mundial que más años retuvo la corona: 28.
Y así como se alaban sus virtudes, también se le endilgan algunos comportamientos inadecuados durante las partidas. Sino, habría que preguntarle al patriarca del ajedrez ruso Mijail Tchigorin cuando lo desafió en La Habana, en 1889.
El escritor cubano Miguel Sánchez hace referencia a esta contienda en su libro Capablanca, leyenda y realidad: “(…) Además de su destreza de juego, Steinitz acudía a una deliberada y malévola colección de golpes bajos. El dije de su reloj daba vueltas constantes en el aire, lo que ponía fuera de sí al temperamento nervioso de Tchigorin. Poco valía que el juez de la competencia acudiera presuroso y llamara la atención al monarca porque éste se excusaba y prometía no volver a hacerlo; pero era una palabra de 10 minutos tras los cuales el dije comenzaba a danzar de nuevo ante los ojos del maestro ruso. Hubo que prohibir entonces a Steinitz la cadena colgante, entonces comenzó una serie de inimitables ruidos, tos seca, y chasquidos de lengua que finalizaron tan súbito como aparecieron cuando el tanteo fue portador de un nuevo triunfo”.
Muchos años después, también en La Habana, en un torneo en memoria del gran José Raúl Capablanca, el maestro internacional cordobés Guillermo Soppe se quejó de la persistente tos seca que exhibió el gran maestro cubano Walter Arencibia durante la partida. Como Steinitz.
GUERRA DE NERVIOS
Miguel Ángel Quinteros es uno de los grandes maestros más reconocidos de nuestro país. Con 18 años, fue el campeón argentino más joven de la historia (1966). Amigo de Bobby Fischer, fue uno de sus asistentes en el recordado “Match del Siglo” frente a Boris Spassky, en Reykjavik (Islandia), donde el genio estadounidense se coronó campeón en 1972.
Hace muy poco, Miguel me contó una historia en relación a su duelo con otra leyenda del ajedrez mundial: Miguel Najdorf. El historial entre ambos terminó con un score favorable para Quinteros con tres victorias, 13 empates y cero derrotas.
“Pero lo más curioso es que en esas 13 tablas, en 10, por lo menos, Najdorf estuvo perdido. El dominio era psicológico. Imaginate que ‘el Viejo’ con blancas movía d4, jugada que ya sabía que me iba hacer y estaba muy preparado, pero igual pensaba 20 minutos antes de hacer mi primera movida (Cf6). Najdorf inmediatamente venía al tablero anotaba y jugaba c4; y otra vez le pensaba 15 minutos. ¡35 minutos caminando por todo el salón del torneo, yendo y viniendo! Pensando cualquier cosa. Esos 35 minutos le destrozaban los nervios. Siempre usé la misma estrategia que me dio buenos resultados”, contó Quinteros.
Otro maestro que utilizaba el tiempo para desestabilizar a sus oponentes fue Osvaldo Bazán. Su truco consistía en llegar cinco minutos antes de perder la partida por tiempo. Esto claramente desconcertaba a sus rivales pues ya daban por descontada la incomparecencia de Bazán. Entonces, el juego entraba en un fangoso terreno psicológico al que “el Cabezón” le sumaba su gran experticia para salir victorioso.
Al gran Paul Morphy, uno de los mayores talentos que haya dado el ajedrez, también el tiempo le jugó una mala pasada. Sucede a mediados de 1800 la disponibilidad de tiempo de los maestros en las competiciones no estaba reguladas como ahora. Por caso, en un torneo llevado a cabo en New York se daba a cada jugador 30 minutos por jugada. Podrá imaginar el lector lo que podía durar una partida. En cierta oportunidad, a Morphy le dio un colapso nervioso mientras esperaba que su lento oponente moviera una pieza.
Algo parecido le sucedió al general Ignacio Fotheringham, un militar militar argentino de origen británico que participó en la Guerra del Paraguay y en la Conquista del Desierto quien luego terminó radicándose en la ciudad de Río Cuarto, Córdoba.
Vale señalar que la localidad que lleva su nombre se debe a que los ingenieros ingleses que estaban construyendo el ferrocarril quisieron hacerle un homenaje a su compatriota.
El asunto es que Fotheringham era un gran ajedrecista, según recoge Juan Sebastián Morgado en su libro Ajedrez en la historia argentina, microbiografías (tomo 1). Su hijo también jugaba al ajedrez, pero no tenía la fuerza de su padre. En cierta oportunidad, el joven Fotherigham aceptó el reto de un viajero de jugar una partida en el club de ajedrez de la ciudad. Pero a las pocas jugadas, el forastero recibió jaque mate.
El general, que había presenciado la partida, le dijo al viajero con elegancia que su juego era paupérrimo. A lo que hombre le retrucó: “No soy fuerte general, pero me considero lo suficiente para ganarle a usted”. Y de inmediato lo retó a jugar una partida por una botella de champán.
El desafiante, que jugó con blancas, movió su peón a e4, a lo que el militar respondió e5. Empezaron a pasar entonces los minutos y el forastero no atinaba a realizar su segunda jugada. En ese momento, el impaciente Fotherigham se dio vuelta y llamó al mozo: “Traiga una botella de champán, que yo pago, pues este caballero me ha vencido… ¡la paciencia!”.
LOS “TIRA HUMO”
Emanuel Lasker, el gran maestro alemán, fue el segundo campeón mundial oficial tras acabar con el largo reinado de Steinitz. Su estilo de juego le valió que lo llamaran el “psicólogo del ajedrez” pues encaraba sus partidas en función de las posiciones que más incomodaran a sus adversarios.
Pero, además, tenía otra costumbre que sacaba de quicio a sus oponentes. Sus puros. En aquella época se permitía fumar en la sala de juego y era habitual que la mesa de Lasker estuviera envuelta en humo.
El gran maestro Geza Maroczy, un correctísimo jugador húngaro, llegó a declinar jugar un match contra Lasker porque no soportaba los fuertes cigarros y las cenizas que esparcía por todos lados. “Echaba las cenizas sobre el tablero y sobre su ropa. No hubiera soportado un mes jugando con este tipo”, declaró.
Otro aliado del humo era el maestro internacional argentino Samuel Schweber. Soppe señaló que todos sabían que cuando Schweber prendía su habano, su posición sobre el tablero estaba complicada. “Yo lo sufrí en una partida ganada. Samuel prendió su puro y se ve que el humo no sólo invadió el tablero sino también me nubló la mente porque finalmente sacó unas tablas”.
GANAR CON LA CAMISETA
En el fútbol es muy común decir que muchas veces hay equipos que, sin llegar a jugar bien, terminan ganando “con la camiseta”.
En ajedrez, en algunos casos, sucede algo parecido. Y esa condición la encarnaba el excampeón mundial Garri Kasparov. Era tal la energía con la que se presentaba frente al tablero, que muchos encumbrados jugadores jugaban por debajo de sus posibilidades.
Judit Polgar, la mejor jugadora de la historia del ajedrez, quien llegó a estar en el top ten del ranking masculino, decía que el sólo hecho de sentarse frente al “Ogro de Bakú” de golpe ya no tenía la confianza en sí misma. “Él tenía esa apariencia que te hacía saber antes de la partida quién iba a ganar”.
El mismo influjo ejercía otro excampeón mundial, Mijail Tal, también apodado el “Mago de Riga”. Sus furibundos ataques, sus salvajes sacrificios de piezas, descolocaban a sus más encumbrados colegas que no encontraban durante el juego el antídoto para semejantes venenosas jugadas.
LAS TRIPAS DE KRAMNIK
Uno de los encuentros más escandalosos por el campeonato mundial lo protagonizaron el ruso Vladimir Kramnik y el búlgaro Veselin Topalov, en 2006, en la ciudad de Elista, capital de Kalmukia.
Los medios especializados bautizaron al match como el “Toilettegate”. La cuestión es que Topalov acusó a Kramnik de hacer trampas en el baño. La sospecha era que al maestro ruso recibía la ayuda de un programa de computación, oculto en el toilette donde no se habían instalados cámaras de vigilancia.
“¿Cuántas veces se puede ir al baño? Sería lógico ir cinco veces, máximo 10, pero no 50”, protestó el entrenador de Topalov, Silvio Danailov.
Desde ese momento, los contendientes se dejaron de dar la mano, antes y después de las partidas. Kramnik, disgustado por las acusaciones, y Topalov, también enojado por las sospechas de trampa, aunque tal vez quien sabe si preocupado por la higienización del ruso después de acudir tantas veces al baño.
* Juan Carlos Carranza es periodista especializado en ajedrez.
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