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El atentado contra Cristina Kirchner

La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner saluda a militantes en el Senado. (Foto: Prensa / Archivo).

El atentado reciente contra la señora vice presidenta no fue un hecho aislado y lo sabemos, todos, quienes vivimos en este país y tenemos nacionalidad argentina. No fue una acción para amedrentarla ni de advertencia sino algo premeditadamente organizado y ejecutado por un individuo que felizmente fracasó en el intento, que a mi juicio no debe calificarse como tentativa sino como delito frustrado por circunstancias ajenas al plan que pretendía cumplir. O sea, no es menos grave porque no se logró el resultado querido. Es muy temprano para atribuir responsabilidades políticas a los opositores al gobierno nacional y popular del que Cristina forma parte, pero hay suficientes elementos para asegurar que no se trata de un hecho aislado perpetrado por un débil mental. En su domicilio fueron encontrados unos 100 proyectiles y el cargador del arma llevaba cinco sin percutar. El arma estaba en perfectas condiciones para disparar, era apta y el sujeto luego detenido apuntó a la cabeza de la vicepresidenta. Se lo vio en las imágenes de todos los canales que repitieron la escena centenares de veces. Conclusión, si solo hubiese querido asustarla habría apuntado hacia arriba y con el estruendo habría logrado su objetivo.

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Pero además, es el punto más alto de las agresiones sufridas por personajes públicos cercanos a la vicepresidenta. El gobernador de la provincia de Buenos Aires Axel Kicillof, sus hijos Máximo y Florencia Kirchner, quien debió reponerse en Cuba de los daños psicológicos sufridos, que le causaron estrés postraumático y un linfedema en sus piernas que le impedían viajar en avión. También hay que contar las agresiones simbólicas sufridas no solo por Cristina sino indistintamente por todos los integrantes del gobierno popular: exhibición de armas, guillotinas, bolsas mortuorias frente a la casa de gobierno y hasta pedidos de pena de muerte por supuestos delitos que ningún juez ha logrado resolver en su contra por falta de pruebas. Y no nos olvidemos del contexto internacional que en unos pocos meses amenaza con firmeza terminar con el ciclo de la supremacía de la derecha en los gobiernos latinoamericanos. Cuba, Nicaragua, Honduras, Bolivia, Chile, Colombia, Perú, seguramente Brasil en unos pocos días, Argentina por varios períodos, son países en los que los “intereses económicos” de las empresas multinacionales se vieron y se ven amenazados por el despertar de una conciencia popular que reclama justicia social, soberanía política y económica, los mismos derechos por los que los franceses voltearon a la monarquía en el siglo XVIII y que luego fueron traicionados por sucesivos gobiernos que liquidaron del ideario revolucionario la igualdad y la fraternidad, una parte importante de sus banderas ideológicas abandonadas, pero nunca olvidadas por los pueblos del mundo.

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Muchos magnicidios ocurrieron en los siglos XX y XXI y felizmente el de Cristina no prosperó. Recordemos los de Martin Luther King, del mexicano Emiliano Zapata, de Ghandi, de Patrice Lumumba, que lucharon con alma y vida por los derechos de sus pueblos y cuyo accionar les fue cobrado con la vida. Hubo centenares de otros luchadores que también fueron castigados con un odio que hunde sus raíces en textos supremacistas de una raza, de una nación o de una tribu sobre otras, que se suceden desde la más remota antigüedad. Y uno de los ejemplos de los que no quiero olvidarme es el de Luis Etchevehere, que en un discurso cuando era presidente de la Sociedad Rural dijo: “la patria es el campo”, como queriendo decir, o diciendo, “ustedes no son nada”, o sea todos nosotros, los que con suerte contamos apenas con el dinero para el sustento diario y la tierra que portamos encima de la ropa.

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Muchos otros atentados fracasaron: a Perón, a Fidel, a Alfonsín, al Papa Juan Pablo II. Otros líderes sufrieron proscripción y cárcel y otros, como Evita, respiraron el odio permanente que le devolvían por la devoción que entregaba a los pobres. Lo dijo muchos años después Javier González Fraga con una frase rimbombante: “¿quién les dijo a los pobres que tienen derecho a tener un auto, una bicicleta o una casa?” Sin decirlo, se estaba refiriendo a Evita. La abanderada de los descamisados. Es posible que los odiadores de este siglo encuentren en Cristina una especie de transferencia amorosa con el pueblo que las adora tanto a una como a la otra.

Y también, por qué no, se puede pensar que están embostados (sinónimo popular de “enojados”) con esta gente que pretende dirigir los destinos del país hacia un modelo soberano, libre, justo, culto y sin carencias inadmisibles en un país como el nuestro. Soberano quiere decir que no se permitirá que nadie más saquee nuestras riquezas (lease los bienes que están sobre la tierra, debajo de ella y en el agua) y se las lleven afuera del país, siendo que, por ser parte del PIB, nos pertenecen a todos por igual (lease que deben liquidarse sin evasión ni contrabando). Libre quiere decir que no queremos estar sometidos por los caprichos de los gobiernos liberales y las empresas que se disfrazan y multiplican para sabotear los controles del Estado. Justo quiere decir que las leyes y la constitución nacional protejan la observancia de los derechos y obligaciones de cada uno y cada una, y así como puede ir preso un ladrón de gallinas las cárceles sean también para alojar a los contrabandistas, los evasores consuetudinarios, los que promueven el odio de clases con sus mendacidades obscenas.

El momento en el que una persona intenta matar a la vicepresidenta. (Foto: Télam).

En fin, que todavía no se ha puesto en marcha un modelo de país que destruya (sí sí, que destruya) todo aquello que sirve para convalidar un modelo de dominación social que ya viene del siglo XIX y que está consagrado en los artículos y leyes de nuestros juristas venerables, que sin embargo no dicen ni dirán una sola palabra para repudiar la acordada de la Corte Suprema de Justicia que convalidó los golpes de Estado en 1930, para exigir la aplicación de la ley antimonopolios y para que, con las actualizaciones que necesite, se reponga la vigencia de la Constitución Nacional de 1949, derogada por un simple decreto sin valor jurídico alguno. Ese modelo de país será el único posible para que se pueda vivir en paz, sin hambre, sin analfabetos, con armonía y felicidad.

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* Fernando López es escritor y abogado. Fue juez de instrucción y juez de control en la justicia provincial de San Francisco. Lleva publicadas varias novelas y desde 2014 organiza el Encuentro Internacional de Literatura Negra y Policial “Córdoba Mata”.

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