Si algún argentino imaginó que la famosa grieta podía terminarse sólo por simple voluntad, los próximos años le demostrarán cuán equivocado estaba. La decisión del presidente Mauricio Macri de no reconocer que en Bolivia ha ocurrido un golpe de Estado y de adherir a la tesis de la Organización de Estados Americanos (OEA), de que hubo fraude electoral en los comicios del mes de octubre, indica no sólo una posición de política exterior, sino también un posicionamiento político hacia adentro del país.
Adelanta, que la “renovación” de la centro-derecha argentina se producirá sobre la base de un programa anti-populista y neoliberal extremo y un decidido alineamiento con las políticas de Estados Unidos para la región.
Desde ese lugar, este bloque actuará con firmeza contra el latinoamericanismo del frente peronista, y tratará de condicionar cualquier política de un signo diferente fronteras adentro. Las semanas finales de campaña mostraron ese perfil de Macri. Sus días de opositor, seguirán mostrando más de lo mismo, pero multiplicado. Horacio Rodríguez Larreta será el hombre de recambio dentro de ese sistema.
Persiste la incógnita de que harán otros dirigentes de peso dentro del armado de Cambiemos, como el presidente de la UCR, Alfredo Cornejo, o el senador Martín Lousteau. Ambos tienen un perfil distinto, más cercano al pensamiento radical, pero sus condicionantes serán dos: la necesidad de construir desde un sujeto social y político más conservador y tirado a “la derecha”; y la de preservar un armado político con posibilidades de poder que los posicione hacia 2023.
En un segundo plano, deberán lidiar con un fuerte sector de la UCR, afín al presidente saliente, cuyas figuras más destacadas son Gerardo Morales, gobernador de Jujuy; Gustavo Valdes (gobernador de Corrientes); y Mario Negri, diputado por Córdoba.
A partir de la crisis de Bolivia se puede leer más allá de la política exterior. Los hechos hablan más que las palabras y en la acción, el presidente ha decidido privilegiar su alineamiento con la política exterior de Estados Unidos y desconocer la existencia de un golpe de Estado contra Evo.
Como hizo con Juan Guaidó, en Venezuela, a quien reconoció inmediatamente, el gobierno nacional apuntaló la política del Departamento de Estado en la región, modificando el tradicional enfoque de la diplomacia de nuestro país.
Con excepción de Macri y el ex presidente Carlos Menem, las relaciones exteriores argentinas durante los gobiernos democráticos desde Hipólito Yrigoyen hasta el presente, han sostenido una política de no alineamiento. ¿Qué significa esto? No sumarse a la estrategia de Washington ni de la Unión Soviética durante la Guerra Fría; y de Washington luego de la caída del Muro de Berlín, en 1989. Estados Unidos promueve una política de control de América Latina con dos fines: económicos y políticos. En el primero, de construcción de un espacio “libre” para sus negocios y la globalización financiera y comercial; en el segundo, de bloqueo a la expansión china y, lateralmente, rusa en la región. En esa teoría han sumado al Brasil de Jair Bolsonaro, que aspira a sostener el parque industrial propio en detrimento del argentino y a ubicarse como garante regional de esa política imperial.
El golpe en Bolivia, el intento de derrocar a Nicolás Maduro en Venezuela, y las advertencias de Donald Trump a otros países de la región demuestran la existencia de esa política. El bloque de centro-derecha argentino será cada vez más menos argentino y cada vez más funcional a los intereses de Estados Unidos en esta zona del mundo.
Tanto la crisis boliviana, como la chilena y la de Venezuela, indica que los militares han vuelto al centro de la escena. No es nuevo en términos de teoría política. El poder está constituido también por “la fuerza militar” y, en determinados momentos de la historia, requiere de su uso para imponer la hegemonía o para defender lo conquistado. En Bolivia y Chile, las FF.AA. han actuado en sintonía con Washington y los proyectos de la derecha continental. En Venezuela, por el contrario, han podido sostener su unidad alrededor del proyecto chavista, que es contradictorio con el de Estados Unidos. En Argentina, la tensión que provocará el enfrentamiento entre los dos bloques políticos (el populista y el de centro-derecha) aumentarán la grieta y también traerán el tema militar a la mesa.
El problema no se produce sólo por cercanía. Tiene que ver con un proceso que está en curso en el continente y en el planeta, y que no permite neutrales. En lo central, sucede por la conformación de una nueva lógica, que como plantean Toni Negri y Michael Hard, en el libro “Multitud”, es un “orden global” hegemonizado por el poder financiero. Llevado a lo que sucede en estos meses en Latinoamérica, se podría traducir en que si no hay alineamiento y sujeción a las políticas emergentes de ese planteo -neoliberalismo y menos democracia-, los que no adhieran a ese esquema, deberán prepararse para sufrir el hostigamiento permanente. En ese marco, para unos y para otros, el componente militar del poder adquiere centralidad en la sustentabilidad política.