Nada será igual de aquí en más. La desaparición de Santiago Maldonado provoca un antes y un después para el gobierno de Mauricio Macri, que por acción u omisión se revela incapaz de responder con eficacia política frente a este terrible episodio y lo ubica tanto internamente como frente a la comunidad internacional como una administración permeable a la violación de los derechos humanos.
Tiene también un enorme costo interno en el tablero de las fuerzas de seguridad en su capítulo democrático: Gendarmería Nacional ha sido la que permitió a las administraciones nacionales una actuación autónoma y con algún nivel de eficacia por encima de las extorsiones de las policías provinciales asociadas a la dictadura o el delito, según los casos y momentos. La capacidad del Estado de ejercer la fuerza para garantizar derechos y como instrumento de control social se ve deteriorada con lo sucedido en la provincia de Chubut.
No es la primera desaparición en la Argentina democrática. Miguel Brú es el primero, un hecho que ocurrió a manos de la Bonaerense el 17 de agosto de 1993, durante el gobierno de Carlos Menem y la gobernación de Eduardo Duhalde. Jorge Julio López, testigo contra el represor Miguel Etchecoltaz, desapareció el 18 de septiembre de 2006, durante la administración de Néstor Kirchner. La CORREPI (La coordinadora contra la represión policial e institucional) señala que hubo alrededor de 200 desapariciones desde 1983, todos víctimas de acciones institucionales o paraestatales. Esta situación es reveladora de que la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda pendiente de la democracia argentina.
¿Qué es una desaparición forzada? El arresto, detención, secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sea obra de agentes del Estado o de personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación”.
Argentina ha podido juzgar a los militares genocidas de la última dictadura, pero ha sentado en el banquillo de los acusados a pocos actores civiles del Terrorismo de Estado. Y por supuesto, a ninguno de los actores económicos. Pero, literalmente, ha obviado las violaciones a los derechos humanos cometidos desde la reinstauración democrática. Probablemente tenga que ver con los vasos comunicantes del sistema político con los grupos policiales asociados al delito y a las economías ilegales, que convirtieron al aparato de seguridad policial en un socio necesario de la gobernabilidad.
Por eso, aquí, la diferencia cualitativa fundamental, es que sí se demuestra que Gendarmería Nacional cayó dentro de este esquema de intervención ilegal, el Estado además de incumplir con derechos fundamentales para el sistema democrático, estaría perdiendo un actor esencial para maniobrar frente a los bolsones de ilegalidad de las policías provinciales.
A su vez, cada sector ideológico tiene “temas karma” respecto del ADN de su identidad en relación a la exigencia del resto de los actores de los sistema democráticos. Dentro de esa lógica, los partidos políticos cuya ideología es de derecha, no son amigos de sancionar los excesos y violaciones de derechos que cometen las fuerzas de seguridad. La desaparición de Santiago Maldonado viene a confirmar, entonces, lo que se espera de un gobierno de derecha.
También se puede afirmar con este caso, que la calidad y profundidad de las investigaciones judiciales o policiales no dependen de si los gobiernos son de derecha, de centro o populistas. De acuerdo con el sentido común reinante, la derecha debería ser superior en la resolución de los problemas de seguridad o frente a los delitos. Sin embargo, la investigación de lo sucedido con Santiago Maldonado nos muestra que la ineficacia no tiene que ver con las ideologías. El gobierno, en vez de poner a todos los gendarmes que intervinieron en el operativo a disposición de la Justicia o de garantizar una investigación transparente, a más de 30 días del hecho, no ha tomado ninguna medida en ese sentido. Todo lo contrario, los gendarmes han sido protegidos. En ese sentido, la cara visible de esa política ha sido la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich.
Lo único que funcionó de manera aceitada fue el aparato de propaganda política de Jaime Durán Barba, que se sostiene sobre el concepto de ideologizar la confrontación con el kirchnerismo. De esta forma, cada vez que los sectores sociales, políticos y culturales reclaman justicia, abroquelan aún más al 35 por ciento del espacio socio-político que responde al gobierno e interpela al resto de los sectores sociales y políticos argentinos. Esa lógica asimétrica no trae buenos augurios.
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