¿Qué nos duele de la muerte absurda de un niño? Debería preguntar primero si nos duele, pero asumo que luego de ver el estrago en La Tablita, eso pasa, nos sacude y duele. Sí, hablo de este niño, el que no pudo escapar al fuego de su casita hecha de ausencias; el pibe de solo 16 años; aquel al que llamar adolescente no alivia ni un instante nuestra responsabilidad, en tanto somos una sociedad cruel y desdeñosa con las víctimas. Laudatoria con los poderosos que pergeñan, alimentan y se valen de este estado de situación vergonzoso para cualquier democracia. Esos, todo ellos, huelen bien desde la cuna. Sociedad moderada con los reclamos de sus muchas angustias, al solo propósito de no caer en el mismo plano simbólico de aquellos a quienes ven como sofocando sus derechos: a circular, vender, comprar, consumir, divertirse, moverse cómodos en un territorio hoy atestado de pobres; sembrado de limpiavidrios como Lautaro Oliva… Nada, ninguna actividad que los millones de Lautaros en Argentina puedan hacer ni podrán, en tanto son la parición legítima del último fracaso de la democracia (antes de éste que evoluciona ante nuestros ojos) ocurrido cuando amanecía el siglo XX. ¿Aguanta una democracia con una pobreza de escándalo? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué pasaría si las “orgas” para- estatales no sofocaran como lo hacen la rebeldía de madres que no pueden aliviar el llanto del hambre sin esa ayuda alimentaria hoy insumo clave de la querella intra gubernamental? (¿O CFK no es parte del gobierno? ¿Cuándo se fue del cargo al que llegó electa en la misma fórmula del AF que impuso en soledad?).
En el marco de este estrago social, la política institucional – la que se instruye en el diseño que ordena la Constitución Nacional – se empeña en adecuar sus instrumentos para seguir ocupando cargos sin arreglo a otros planes que no sean sus conchabos. Discuten sobre la boleta única; que sí, qué no, como si de ello dependiera la bonanza de un pueblo, sus mejores perspectivas. O en una Córdoba, con peor situación en estas variables de pesadilla, ocupada la representación parlamentaria en darle a los intendentes más tiempo en sus ya largos tiempos de gestión. Y los de a pie haciendo esfuerzos sobrehumanos para alcanzar una canasta básica de alimentos que escapa al tranco de un velocista de élite.
El desarraigo de los principios republicanos es tal a estas alturas (40 años después del imperio de la leyes), que el fastidio colectivo solo encuentra alivio en la violencia horizontal. No la que busca impugnar modelos de sometimiento. Sino la violencia física contra el otro; con algún consenso se dice que es el control social que opera en forma superficial; cuando clandestinamente, a espaldas del pueblo, se tejen todos los negocios perdurables del enclave político-corporativo.
Lautaro limpiaba vidrios. No iba a la escuela. Se debían haber perdido sus anhelos de juventud en esos pliegues y repliegues de la miseria más abyecta. Su vida abrasada por el fuego de la minusvalía.
El cronista no conocía a Lautaro Oliva; sí a tantos como él. Estas desmayadas palabras van en su memoria; hasta que seamos capaces de ponerle freno a tanto víctima perdurable buscando en frentes colectivos una respuesta a la altura de las exigencias presentes; no dejando en manos de la representación formal que aún opera con injusto “prestigio” en el imaginario de los inadvertidos.
Se le pide a los nadie que tengan control de su conducta, que se porten bien y no le hagan daño a nadie (o sea, no devuelvan el daño que a ellos se les hace todo el tiempo; que eso no vale).
Una vez más clausuro con ayuda: “Pobres no son solo aquellas víctimas de una u otra forma de una mala distribución de los ingresos y la riqueza, sino también aquellos que sus recursos materiales e inmateriales no les permiten cumplir las demandas y hábitos sociales que, como ciudadanos, se les exige”. ¿Alguien imagina que Lautaro se haya sentido simiente, principio, huesito de ciudadano?
* Néstor Pérez es periodista y autor de “La palabra incómoda”.
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