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Columnistas

El rol de los medios de comunicación y la mercadocracia

La acción de las corporaciones afecta la democracia.

Los medios de comunicación avanzan sobre la configuración de pautas de pensamiento y de vida de las personas. Contra eso, el destinatario común casi no tiene posibilidad de defenderse. Existe, por lo general, una debilidad estructural en su relación con quien le ofrece la información que consume.

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Todo lo cual, evidentemente, genera un ámbito que limita el libre albedrío para evaluar conscientemente sus reales posibilidades o necesidades, al momento de tener que decidir sobre sus ideas, gustos o preferencias.

La lógica del mercado produce relaciones económicas desiguales. En el mercado a los individuos se los consideras usuarios, consumidores o clientes, lo que implica capacidad adquisitiva para usar, consumir o comprar. En él no aparece, ni pesa lo suficiente, conceptos esenciales como el de ciudadanos o personas.

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Además, en ello las personas son consideradas como objetos a convencer para que use, consuma o compre, pero no sujetos comunicacionales con derechos a respetarlos e informarles adecuadamente.

La realidad demuestra que existen algunas propuestas gráficas y de programas radiales y televisivos y redes sociales, que generan dependencia manipuladora en el destinatario. En ellos se ofrece un producto vacío, mentiroso, degradante que apela, la más de las veces, a sentimientos pasajeros y a sensaciones que hacen involucionar. Los más débiles difícilmente puedan superar la influencia negativa de dicha instrumentación de los medios. De esa manera, resulta difícil que el público, audiencia o consumidor pueda ejercer el verdadero papel de jueces del “rating” o de la calidad de lo que se le ofrece y en función de ello, no consumir y castigar al mal producto o servicio. Esta situación se vuelve particularmente grave y tramposa también, cuando es la información la que se manipula y entrega con criterios de entretenimiento y no para la formación de una recta opinión pública. Incluso, la noticia se presenta, muchas veces, con vulgaridad, facilismo y tremendo mal gusto.

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Asistimos, a su vez, a un momento en el que existe una fragmentación de la sociedad y en ella se han disuelto, en gran medida, los vínculos tradicionales, que le permitían entender los verdaderos intereses de todos y cada uno, en la vivencia de una misma historia común y un destino compartido.

A lo que cabe sumar, que muchos medios de comunicación no siempre tienen lealtad para con el sistema democrático y de respeto a los derechos humanos, que les da su verdadera justificación como soporte de la vigencia de los mismos. A veces, la lógica que los guía hace que no se compadezca la firmeza con la que defienden legítimamente los derechos que amparan su gestión, respecto de la manera contradictoria como se informa y educa a la ciudadanía, en lo que hace al desarrollo de los valores democráticos a los que se deben, tanto los medios como la sociedad. En esa dinámica, los medios, en gran parte de sus propuestas, forman y fomentan la frivolidad y la trasgresión como estereotipos de ejemplaridad, como la campaña “No a la Cuarentena”, todo lo que lo que contrasta con los requerimientos de la sociedad, que necesita que se respeten objetivos de bien común y contar con dirigentes formados, responsables y capaces. Difícilmente se rescate lo positivo de los gobernantes que actúan con corrección, porque “no se considera lo bueno como noticia”. Y, en el anonimato mediático que se somete a los esfuerzos valiosos, a veces, se deja la sensación que todo es negativo y corrupto en la gestión política, desalentando a los mejores para que opten por la vocación de servir desde lo público y gestando la imagen en la sociedad que la democracia es ineficiente e inútil en sí misma.

En ese contexto, la información, la política y la gestión de gobierno es presentada en los medios de difusión, en especial radio y televisión con el mismo formato de la publicidad comercial. Y como la publicidad, tienden a manejarse con la misma lógica en general, una política de atontamiento a la ciudadanía buscando: “aturdir” más que “reflexionar”; imponer frases más que discutir “ideas”; “jugar con imágenes” más que apelar al “juicio crítico”. Todo lo cual ha llevado y lleva a un empobrecimiento cívico, por ende, a una degradación de la calidad de la Democracia. En la gran escenografía mediática montada se convenció y se logró llevar adelante cambios negativos profundos en el país, sin el análisis debido y no se ayudó a adoptar los recaudos necesarios. Así se convenció y se logró en Argentina, por ejemplo, contraer nuevos endeudamientos externos ilegítimos y la convalidación de las deudas anteriores odiosas, lo que no permitió, ni permite, que la ciudadanía pueda tener la información adecuada, en tiempo propio, sobre dicha problemática que la agobia y nubla su futuro.

En una economía de mercado no se trepida en usar métodos de convencimiento que avanzan sobre la configuración de pautas de pensamiento y de vida de las personas.

Todo lo cual, evidentemente, genera un ámbito que desborda la posibilidad de ejercer un juicio crítico, y limita el libre albedrío para evaluar conscientemente las reales posibilidades o necesidades, al momento de tener que decidir sobre gustos o preferencias.

En definitiva, la economía del mercado, asociada a la gran penetración social de los nuevos medios de difusión, utilizados al servicio de un discurso único, termina mandando sobre las personas y los pueblos.

En función de lo referido hay que evitar que se imponga la lógica neoliberal que ha buscado achicar al Estado y potenciar el Mercado, de manera desregulada políticamente y de esa forma convertir al mercado en un verdadero “Poder”, que maneja las actividades económicas, financieras, políticas y sociales y transforma a la Democracia, en una “Mercadocracia”. En esa perspectiva corporativa se imponen medidas por sobre las necesidades básicas de las personas particularmente, en detrimento de la protección social y otras responsabilidades estatales esenciales en materia de derechos humanos.

El mercado no puede, por sí mismo, determinar el goce o no de un derecho humano y menos condicionar económicamente, por ejemplo, el acceso a Internet, basándose en el sólo objetivo de la mayor utilidad, ya que es un servicio público en competencia, como lo establece el DNU 690/2020.

* Miguel Julio Rodríguez Villafañe es abogado constitucionalista, especialista en Derecho de la Información y periodista de opinión.

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