El fútbol suele ser un pequeñísimo espacio en el que se reproducen las contradicciones sociales, culturales y económicas. No sólo aquí, sino en casi cualquier país del mundo. El asesinato del hincha de Belgrano, Emanuel Balbo (22), el pasado 15 de abril en el entretiempo de la disputa del clásico cordobés entre su equipo y Talleres ha logrado una consecuencia insólita en el país del fútbol: Que un equipo juegue ya no sin hinchada visitante como viene sucediendo desde hace varios años, sino también sin su propia hinchada. Eso es lo que sucederá hoy con Belgrano en Córdoba frente a Defensa y Justicia. Es una fotografía máxima, impresionante y reveladora de la intolerancia. El fútbol requiere del público, de los espectadores, de los fans, de los hinchas para completarse como espectáculo y como juego. En el silencio de un estadio sin hinchas el golpe de un botín sobre la pelota retumba como si fueran llamados de un muerto desde la tumba. Una cancha de fútbol vacía es lo más parecido a un cementerio.
Pero con el vacío de un estadio, resuena la palabra intolerancia, que no es otra cosa que la falta de tolerancia.
Las respuestas a ensayar son muchas, pero entre ellas, aparecen el miedo a lo diferente, el exitismo del “todo o nada” de la propaganda mediática, la ignorancia, el desconocimiento de los derechos individuales y colectivos, las asimetrías de poder -tanto colectivas como individuales-, la acción del mercado potenciando alguno de estos factores, las ideologías, las matrices de desarrollo económico -los modelos extractivos generan elevados índices de intolerancia-, y la desigualdad económica y cultural.
Lo que sucedió en el estadio Mario Alberto Kempes el sábado 15 de junio y antes, en muchos otros estadios, evidencia alguna de estas “razones”. Es decir, que personas-espectadores-hinchas de Belgrano se conviertan en salvajes intolerantes al escuchar la frase “es de Talleres”, indica que estamos ante la más absoluta carencia de tolerancia. Implica también la idea del “absoluto”, de desdeñar al otro o los otros, del drama de la batalla real por sobre la disputa simbólica del juego del fútbol. El juego, por lo tanto, dejó la representación de una disputa sin riesgos y tomó los atributos de la realidad, de una acción no lúdica, de un campo de pelea escenificado en las tribunas. Es el paso de hinchas a guerreros. Porque el caso de Emanuel Balbo, a diferencia de otros episodios en los que intervino “la barra brava”, es un hecho protagonizado por “los comunes”.
Cuando prima la razón absoluta, para sacar del medio alguien, debe ser antes un enemigo; “un” diferente; alguien que “no merece” ese sitio, privilegio, color o derecho; un desconocido. Y así, probablemente, hasta el infinito. Pero esta ideología opera en distintos planos. Sucede en la economía, en la cultura, en la salud, en el diseño urbano, arriba del ómnibus, o en la dicotomía entre el uso del espacio privado y el público. No es un fenómeno exclusivo del fútbol. El fútbol es un espacio donde se despliega esta situación con inusitada virulencia, como si se tratara de un tornado en un pueblo. Se lleva todo, nos deja enmudecidos y desestructurados.
La violencia no es un fenómeno exclusivo del fútbol. El fútbol es un espacio donde se despliega esta situación con inusitada virulencia, como si se tratara de un tornado en un pueblo.
Las sociedades urbanas pasaron en los 80-90 de la integración a la desintegración. De lo público al usufructo privado-particular. Entonces, a la par que en la reforma constitucional de 1994 se incorporaron tratados internacionales de derechos humanos que pusieron al país en los puestos más altos del ranking de derechos personales y colectivos, en su base, la sociedad se descomponía y volvía profundamente desigual, un proceso apuntalado por un Estado ausente y débil. Así, el país se volvió desigual en lo económico y desigual en lo social y cultural. Al factor local, hay que agregarle que la globalización y el acceso o no al consumo de bienes que signan a las nuevas sociedades, multiplicaron estos efectos asimétricos.
Los que siguen son algunos -de muchos potenciales- ejemplos para graficar lo anterior:
-Las escuelas públicas, que eran los primeros espacios de socialización se convirtieron en el lugar de los que no podían “pagar” una escuela privada -confesional, de gestión privada o de gestión comunitaria-. Mientras que los que podían “pagar” accedían a categorías diferentes dentro de la escala de posibilidades según su capacidad económica.
-Los barrios que eran el hábitat de familias con distinta “suerte en la vida” se reconvirtieron en territorios de los que no pueden acceder a un barrio privado o un countrie.
-Las plazas o las esquinas, ámbitos de encuentro de los que habitaban una cuadra, un pedazo de barrio, o un barrio, pasaron a ser el sitio a evitar porque la policía y los vecinos consideran “enemigos” a “los que se juntan ahí”.
A su vez, el mercado, que no tiene otra lógica que su propio beneficio -salvo que tenga un contrapeso- multiplicó todo lo que pudo estos fenómenos. De este modo, lo privado primó sobre lo público. Y cuando no hay encuentro, lugares físicos en los que reconocernos -física y simbólicamente-, gana espacio, como si fuera un virus, la desconfianza. Y con desconfianza no hay encuentro ni se producen momentos para compartir. Por cierto, la desconfianza cristaliza las diferencias (reales o inventadas).
Lo privado primó sobre lo público. Y cuando no hay encuentro, lugares físicos en los que reconocernos -física y simbólicamente-, gana espacio, como si fuera un virus, la desconfianza.
Por ese motivo, la sociedad urbana -por acción u omisión, por modas o imposiciones sociales- parece estar llena de “guetos” (de toda clase) para protegernos de los otros. Lo que es igual a decir que en los “guetos” sólo están los iguales. La ecuación, por lo tanto, es simple: si aceptamos a los iguales, no toleramos a los diferentes. Con ese contexto socio-cultural y económico dominante, si la sociedad no produce actos y relatos en otros sentido, es probable que sólo nos esperen muchos episodios violentos, tanto en el futbol como en la vida cotidiana.
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