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Victor Hugo Saldaño, en el corredor de la muerte

Víctor Saldaño y su madre Lidia, durante una visita en Texas, Estados Unidos. (Foto: Archivo).

Duerme. Lo único que desea Víctor Hugo Saldaño –cordobés, 48 años, un metro setenta y pico– es cerrar los ojos. Y que nadie lo moleste. “Acá me dan pastillas. Duermo todo el día y después me despierto a la noche. Me gusta más, pasa el tiempo más rápido”, le dijo hace seis años, en una de sus últimas entrevistas, al periodista Martín Caparrós. En la cárcel de máxima seguridad Allan B. Polunsky, conocida como el corredor de la muerte, ubicada a cien kilómetros de Houston, en Texas, lleva veinticuatro años esperando a que lo maten después de ser condenado a la pena máxima.

>> Este Reportaje fue publicado originalmente en la revista Crisis en agosto 2020.

Allí los presos suelen hacer gimnasia, rezan, practican manualidades, participan en talleres de oficios. Saldaño no. Ahora el tiempo parece absoluto: los últimos que lo vieron dicen que ya ni siquiera busca que pase más rápido. Sólo respira un sueño profundo en loop, de día y de noche, en su celda de tres por dos. Lo demás es silencio.

Entra intermitentemente una ráfaga solar a través de un ventiluz del techo. Prefiere no caminar las horas que tiene permitidas en el patio chico, cubierto y enrejado del penal –todo condenado a muerte debe salir con esposas de mano y grilletes en los tobillos. Entonces, algo somnoliento ante los pasos sigilosos de los guardias, echado en la cama de metal con su mameluco anaranjado, estira el brazo hacia una vieja radio portátil, a pilas. Busca sintonizar música country o latina. Y así, poco más, cada día. Nadie sabe con qué sueña. Su madre atesora lejanamente un anhelo que le contó en una de sus tantas visitas al penal. Las sierras de Córdoba. Víctor andando en bicicleta con su primo; el canto de los pájaros, el viento en la cara, la espalda sudorosa. Tiempo después, ella le regaló un libro con fotografías de las bellezas naturales de Córdoba, su tierra natal.

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SOLO UN MILAGRO

Saldaño luce demacrado, la cara y la panza hinchadas por la medicación. Apenas habla con otros presos, apenas aguarda una visita, apenas come las raciones mayormente de porotos –arroz y frijoles– que le dejan por debajo de la puerta. “El sistema tiene todo calculado: dos mil, dos mil doscientas calorías para que no se les muera”, dice Juan Carlos Vega, el abogado de su familia. Antes se ponía música de discoteca y bailaba solo en la celda. Ya no lee la Biblia que le dejó su madre ni pide sus libros favoritos de la Segunda Guerra Mundial ni el Manifiesto Comunista. “He sido un socialista moderado”, dijo alguna vez. Ni diarios ni revistas como El Gráfico o People, donde veía a las actrices latinas. No pide, como antes, que le manden fotos y dibujos de sus sobrinos. Poco le importa si es castigado por no bañarse.

Epec

Cada condenado pasa una media de dieciséis años aguardando que lo ejecuten. Él va camino a duplicarla. Y eso que la prensa tituló varias veces, fallidamente: “Así se prepara Saldaño para su muerte” o “Ya anunciaron la fecha de ejecución del único argentino condenado a muerte en Estados Unidos”. El desenlace  –lo sabe desde su primera sentencia, en 1996– puede ocurrir mañana, la semana próxima o el mes que viene, de un momento para otro. Sólo un milagro podría impedirla. Y su madre es la principal creyente.

FIN DE VIAJE

Se fue de su casa a los 17 años. Un día armó los bolsos y salió del popular barrio SEP de Córdoba sin despedirse de nadie. En un principio su madre creyó que se había ido a trabajar a Buenos Aires con un tío. Pero no. Quería viajar. Desde chico era el único de sus cuatro hijos que así se lo decía: “Mamá, el mundo me espera. Voy a recorrerlo”.

Las peripecias de Víctor Hugo Saldaño se convirtieron, durante siete años, en la trama anónima de un joven errante, sin rumbo fijo: de la búsqueda del padre a la experiencia espiritual, de amores ocasionales a la vida hippie, de oficios pasajeros al deseo del american way of life. Aventuras con tinte latinoamericano: se movió por provincias, ciudades, pueblos y países del continente. De Córdoba a Buenos Aires. De Buenos Aires de regreso a Córdoba y desde allí a dedo a Salta. Luego Formosa, Foz de Iguazú y Florianopólis, donde vivió un tiempo con su padre, que lo había abandonado de chico. Después siguió hacia San Pablo, a Rondonópolis –“mi primer amor con una negrita”– y a Belem do Pará. Más tarde hacia las Guayanas Francesas en donde fue deportado por el gobierno francés. Su derrotero continuó hacia Colombia –“ahí se puso en pareja con una chica y creí que se asentaba”, diría su madre– y en pocos años conoció Honduras, Guatemala, Panamá, El Salvador, Nicaragua.

Víctor Saldaño, el argentino condenado a muerte en Estados Unidos.

Entonces, indocumentado, viajó a México en un tren de carga. Pasó de forma ilegal la frontera con Estados Unidos. San Antonio, Dallas, Nueva York. En Nueva York trabajó como lavacopas en un restaurante. “Es una ciudad luz, hasta que no haga dinero no me vuelvo ni loco. Ustedes viven allá como indios”, le dijo en aquel momento a su familia pero pronto regresó a Dallas para emplearse en la construcción de casas.

Vivió en un barrio de inmigrantes latinos. Según su declaración judicial se vinculó con gente que estaba con problemas de adicción y al margen de la ley. El 25 de noviembre de 1995, en la previa del día de Acción de Gracias, en Collin, a pocos kilómetros de Dallas, había salido de caravana con Jorge Chávez, un amigo mexicano con pasado carcelario. Iban de un lado a otro hasta que se les ocurrió asaltar a un hombre que salía de la playa de estacionamiento de un supermercado. Querían robarle el auto para prolongar su maratón de alcohol, drogas y mujeres, pero tuvieron la mala idea de subirlo, apuntarle con un arma y llevarlo hasta un bosque. Aprovechando una distracción, el hombre, llamado Paul Ray King, un vendedor de computadoras de 46 años, intentó manotearle el arma a Víctor Saldaño. Fue en vano: el cordobés lo ajustició de cinco disparos. Además del auto, le robaron un reloj y 50 dólares.

Jorge Chávez sería condenado a perpetua. En su declaración evitaría la sentencia de muerte al hacer responsable del asesinato a su amigo argentino. En Texas el gobernador era George Bush –desde 1998 el gobierno sigue siendo republicano, con fama de no perdonar una vez que sentencia a muerte. A Saldaño le dieron la pena capital.

“Víctor siempre fue un buen chico, amante de la naturaleza, nunca tuvo problemas con nadie. Pero es muy influenciable”, dice su madre ahora, recordando una y otra vez el hecho. Es la única en la familia que habla con la prensa. El itinerario del viaje por América Latina lo dibujó Víctor Saldaño a lápiz, como una suerte de mapa. Y se lo envió en una carta desde la cárcel. En esos siete años Víctor apareció esporádicamente al teléfono, avisaba en qué lugar estaba pero no dejaba ni una sola dirección. Cierto día su madre Lidia atendió el teléfono y la voz de su hijo sonó distinta. “Estoy preso en Texas. Olvídense de mí”, dijo secamente y cortó. El mapa dibujado a lápiz termina con unas palabras: “Arrestado: fin de la historia”.

AISLAMIENTO SOCIAL, DEFINITIVO Y OBLIGATORIO

La última comunicación fue una carta que le envió hace seis meses a su madre Lidia Guerrero, jubilada, de 72 años. Le mandó un collage con recortes de diarios y revistas. Había seleccionado las noticias donde figuraban las historias de los próximos condenados a muerte. En Texas suele ser una publicación habitual del periodismo.  “Está obsesionado con su ejecución. A ese collage no lo quise mirar ni traducir”, dice Lidia desde su casa, del otro lado del teléfono, una mañana de invierno de 2020.

¿Y no escribió nada en la carta?

–Pocas palabras. Preguntó por sus dos hermanas y su hermano menor. Ah… y en el final se despidió diciendo que cuando le den la libertad va a ir a una iglesia. Son retazos que le salen. Me lo dice a mí porque le hablo de la Biblia, siempre le digo que tiene que confiar en Dios.

La ficha prontuarial de Víctor Saldaño, en Texas, en 1996.

Como todos sus hijos –tiene tres con su primer matrimonio y uno con otra pareja–, Víctor llegó hasta el sacramento de la confirmación. Pero nunca profesó la fe católica. “No creo en Dios, creo en los dólares”, le dijo en un interrogatorio a un policía hispanohablante, apenas había sido detenido por el crimen. Al poco tiempo de caer preso le contó a su madre que se había hecho Hare Krishna cuando viajó a Brasil. Le pidió entonces el Bhagavad Gita, texto sagrado del hinduismo. “Si me ejecutan, voy a nacer de nuevo en la ciudad de Córdoba. Me reencarnaría en un baby, nazco de nuevo con una nueva madre, pero mi madre anterior va a saber dónde vivo, ella va a estar contenta”, había dicho en una entrevista por aquella época.

Los guardias suelen retener el material que le envían y en varias oportunidades a Víctor no le dieron papel para responder la correspondencia. Incluso no le habilitaban la cuenta interna donde sus conocidos le solían depositar para que se compre alguna gaseosa, fruta o un sándwich en el kiosco del penal. “Había un muchacho latino que era budista y que Víctor había conocido en Estados Unidos. Al principio lo fue a visitar y después ya no. Mucha gente hizo eso. Con el tiempo quedaron las visitas de la gente del consulado, algún que otro periodista, evangélicos que van a la cárcel y siempre yo”, dice Lidia.

En la cárcel pasó por varias etapas. Dejaría el hinduismo. Tal vez como efecto de los delirios que fue viviendo en su deterioro mental dijo una vez que “siempre” había sido ateo, para años después confesar que se había convertido en un fanático de la Biblia. “Lo que pasa es que no podés creer en Dios y estar masturbándote”, explicó ante un periodista, después de contar la compulsión onanista en sus primeros años de encierro.

Lidia no entendía el inglés, entonces se encomendó a Dios y le pidió que tomara el control desde el primer juicio. A partir de allí dice que cree en los milagros para con su hijo. “Señora, no se haga problema. Si a estos muchachos los matan se van al cielo, ya están arrepentidos”, le dijo una vez un predicador evangélico cuando la vio llorando a la salida del corredor de la muerte. En dos ocasiones Lidia se encontró con la familia de Paul Ray King, el hombre que mató su hijo. Dice que el hijo de King, cuya edad es la de Víctor, fue muy amable. A Lidia se le rompió un vidrio del anteojo durante el juicio y él la ayudó. “Les pedí perdón en nombre de Víctor, que desde el primer minuto sufrió terriblemente por la familia de Paul Ray King. Ellos me miraron con respeto, no me dijeron nada”. Ahora Lidia está esperando que habiliten los envíos postales diplomáticos. Tiene preparada una respuesta:

“Quiero contarle de la pandemia. Estoy segura que ni debe saber. En la radio sólo puede enganchar las FM, que pasan música todo el tiempo, sin locución”, dice con voz grave aunque algo resignada.

THE SHOWTIME

El cordobés Víctor Saldaño.

Nacido el 22 de octubre de 1971, Víctor Saldaño permanece desde 2000 en un régimen de alto aislamiento. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el corredor de la muerte de Polunsky es, por definición, un “área de tortura”, donde la vida carece de sentido. “Con su aparato psicológico destrozado, el poco tiempo que está despierto permanece inquieto y sólo dice incoherencias. Los carceleros de Texas se encargan de mantenerlo anestesiado todo el día. Si toma conciencia de dónde está y cuánto tiempo lleva se querrá suicidar, algo que ya ha intentado en numerosas oportunidades”, explica el abogado Juan Carlos Vega.

De un tiempo a esta parte, la salud mental de su defendido entró en un deterioro alarmante: llegó a comerse sus propias heces fecales y se encerró en un mundo paranoico que delira con platos voladores y demonios que lo buscan por los pasillos. Está prohibida la comunicación telefónica. Lidia, que se endeudó por costearse tantos viajes a Estados Unidos, lo vio hace un año y medio. Quiso visitarlo en octubre pasado para su cumpleaños aunque se enfermó y no pudo viajar. Aquella vez cumplió 48 años. Un número en espejo dual: 24 libre, 24 encerrado. “Son veinticuatro años sin tocar a una persona, separado por un vidrio blindado. Porque nunca me permitieron abrazarlo”, agrega su madre, quien agradece el acompañamiento del ex cónsul en Houston, Horacio Wamba –cara visible de un equipo de funcionarios que formaron en Norteamérica el grupo “Saldaño”– y del abogado cordobés Carlos Hairabedian. “El me pagó los primeros pasajes para ir juntos a Texas, nunca me cobró por su asesoramiento. Hizo público el caso cuando le había pedido no hacerlo, yo era empleada pública y no sabía adonde meterme. Y él me respondió: Señora, tuve que llamar a los medios porque es como si fuera el padre de su hijo”.

En Estados Unidos –único país occidental junto a Bielorrusia en mantener la pena capital, mientras que en el mundo el que más mata es China–, siete de cada ocho sentenciados a muerte provienen de familias pobres. Los costos de un buen estudio de abogados son imposibles de pagar. Fue Wamba el que definió al corredor de la muerte como un quirófano aséptico, un infierno gélido. “Lejos de ser una mazmorra medieval, en el death row todo es higiene y pulcritud, un limbo horroroso cercado por sistemas electrónicos de seguridad.

“Víctor era un muchacho que mentalmente estaba bien, prueba de eso son los testimonios antes del primer juicio de 1996. Hoy está psíquicamente destrozado, en el segundo juicio de 2004 no estaba en condiciones de ser imputado. A los psicóticos no se los considera inimputables sino peligrosos. Se construye al reo como un antisocial amenazante”, dijo en un fragmento del documental “Saldaño, el sueño dorado”, dirigido por Raúl Viarruel.

En las sociedades antiguas occidentales, como Grecia y Roma, se creía que el esclavo era un muerto viviente. Víctor Saldaño es mucho peor que un esclavo: es un walking dead en el death row. Es el modelo ideológico que copia Texas, el estado norteamericano que más condenados ejecutó a la fecha, con 570 inyecciones letales desde 1977. “It´s showtime”, gritan los guardias por los altoparlantes cuando ocurre una ejecución y obligan a los presos a ponerse de pie.

“La última vez que me habló balbuceaba cosas que no le entendí. Lo vi fuera de la realidad”, dice Lidia preocupada y agrega: “No es esa imagen la que tengo de él. Últimamente lo sueño mucho. De cuando era chiquito, jugando con sus hermanas. Yo sé que ellos en Texas no lo van a matar. Nosotros hemos hecho lo mejor que pudimos hacer, con la ayuda de Dios”.

NO LIGARSE NADA

Le decían “Pecho” porque cuando le hacían un pase jugando al básquet ponía el pecho y no agarraba la pelota. Era solitario y se mostraba temeroso: cuando alguien lo buscaba, no solía defenderse. Andaba bien y su madre lo federó para jugar en Talleres de Córdoba. Pronto, sin embargo, abandonaría. No sería lo único. Le gustaba la música, fue al conservatorio provincial, pero se enfermó de hepatitis y dejó. En el secundario había empezado bien pero luego quedó libre. “Las malas juntas”, según su madre. Trabajó limpiando autos. Entonces su madre lo anotó en la Escuela de la Armada, donde podía entrar sin haber terminado el secundario. “Con la Armada vas a conocer el mundo”, le dijo Lidia para calmar sus ansias de viajar. Poco tiempo después él se dio de baja. “Mamá, acá me van a destinar a un pueblo y chau”, le explicó.  Cuando estaba en Brasil le llegó la citación para el servicio militar. “Pienso que no regresó a Argentina por miedo a eso”, se revela su madre, ahora.

Una personalidad rebelde a los mandatos, a la estabilidad; un cierto aburrimiento por lo dado. Un no ligarse a nada. Un darse a la anárquica aventura.

RACISMO JUDICIAL

El Papa Francisco con Juan Carlos Vega y Lidia Guerrero, la madre de Saldaño.

Juan Carlos Vega habla con tono diplomático. La voz se expande como la de un eco de locutor. “Mis luchas son de largo aliento”, dice por WhatsApp desde Córdoba. Es abogado de la familia Saldaño desde 1998 ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Dice que el caso comprende una dimensión jurídica, ética y política. “Como lo dije en la última audiencia por Zoom del 8 de julio de este año ante los representantes del Departamento de Estado y ante la comisionada brasileña que la presidió: lo de Saldaño no es un caso de pena de muerte típico”, larga de entrada. Tras la reunión la CIDH elevó una nota a Estados Unidos para que se abriera una “solución amistosa”. La idea es trasladar a Saldaño hacia un psiquiátrico. “Fue un paso adelante”, dice Vega. Y después enfatiza: “Es un caso de racismo judicial probado. Eso les sonó duro a ellos, porque lo identifiqué con el caso de George Floyd. Pero a diferencia de Floyd, donde el mundo se escandalizó por el racismo policial, aquí hay proceso judicial, que es mucho grave porque lo que se prueba es que los racistas son los jueces y las leyes y no sólo los policías.  Lo dice el informe de la CIDH 76/16, desde marzo de 2017.

¿Qué dice?

–Que las dos condenas de muerte que recibió Saldaño son nulas. Y que el corredor de muerte es un sitio técnico de tortura. Lo de CIDH es el equivalente de una sentencia que tiene mandato jurídico en Estados Unidos, ya que es el único tribunal americano que reconoce como válido por suscribir a dos tratados internacionales.

¿Y por qué Estados Unidos no obedece?

–Estados Unidos tiene que cumplir con el derecho internacional y punto. Quedó claro que su sistema judicial fracasó, ya no hay recursos para plantear. La Cancillería argentina debe seguir insistiendo con la sentencia de la CIDH porque Estados Unidos está condenado a liberar a Saldaño. No queremos clemencia ni perdón ni indulto porque Texas no tiene ninguna autoridad moral o jurídica. Acá somos las víctimas.

No hubo un juicio: hubo dos. En el primero, en 1996, fue defendido por un abogado de oficio que ni siquiera hablaba español. El consulado argentino intervino en la primera apelación, cuestionando el racismo inherente a las leyes de Texas. El sistema legal incluía la pregunta por la raza –vigente desde el siglo XIX–, considerando de mayor peligrosidad a los hispanos y negros. Pero en 2001, por el impacto del caso, la legislatura texana derogó esa pregunta del protocolo judicial en lo que se conoció como “Ley Saldaño” y por la que otros acusados latinos evitaron la pena capital. En ese año la Corte Suprema de Estados Unidos declaró nulo “el caso Saldaño vs. Texas” por racismo. En el segundo juicio, celebrado en 2004, Víctor Saldaño llegó en pésimas condiciones. Durante la primera audiencia se abrió la bragueta y empezó a masturbarse. No pudo declarar.

“En el segundo juicio el protocolo racista ya no existía pero el racismo apareció igual, porque Saldaño llevaba nueve años en el corredor de la muerte y su aparato mental estaba devastado. Con cuatro años allí, de acuerdo a informes psiquiátricos, está comprobado que la degradación mental es total. Es condenado a muerte de vuelta, pese a no tener competencia jurídica”, explica Juan Carlos Vega. El año pasado la Corte Suprema rechazó la revisión del caso y dio un punto final. Para Vega, sólo queda la esperanza del fallo de la CIDH, donde a partir de la nulidad de las dos condenas se renace con la presunción de inocencia. “Por lo tanto, los Estados Unidos no han logrado probar la culpabilidad de Saldaño en 24 años y lo han mantenido en el corredor de la muerte”, dice el abogado.

La familia pidió, también, reparación económica por los daños causados por el racismo judicial. Vega remata, inflexible: “No defiendo la inocencia de Saldaño, porque él cometió un crimen. El tema aquí es que ha sido mal juzgado en dos ocasiones. El gobierno federal protege y legitima el racismo judicial de Texas. En efecto, el caso Saldaño constituye un doble racismo. Y mientras tanto Estados Unidos lo degrada a nivel mental, lo deja morir lentamente en su celda”.

FLACO PERDÓN DE DIOS

Un día mal, otro bien. Sus siete nietos la distraen. Lidia dice que, sin embargo, se siente apagada por dentro: “No pude alegrarme una vez ni sonreír después de lo que pasó”.

Lidia se separó de su marido cuando Víctor tenía dos años. Todavía dice que siente algo de culpa. “Para él fue muy traumático, de chico se ponía introvertido y no había forma de sacarle nada. Y después el padre desapareció, fue una figura ausente. Para mí que siempre tuvo problemitas con eso, mi mutual no me reconocía el psicólogo y los hospitales me daban turnos de a meses, eso me quedó pendiente”.

Pasado el mediodía, en un barrio de la ciudad de Córdoba, Lidia Guerrero cocina una sopa de zapallos mientras habla por teléfono. Es un día de invierno, frío y lluvioso. “Mi hijo era precioso. Pelo lacio, alto, flaco. Lástima que después empezó a tener esa mentalidad de vagabundo. Yo fui dos veces a la policía federal para que lo traigan de vuelta, me dijeron que no podían hacer nada”.

Luego, locuaz, cambia rápidamente de tema. Se enoja: “Antes había más compasión. Ahora hasta el periodismo me culpa. ‘No sé cómo usted puede seguir defendiendo a un asesino’, me dijo una periodista rosarina hace poco, cuando ni saben cómo fueron los juicios. Hay un ensañamiento conmigo”.

¿Y por qué lo cree?

–En el último tiempo creció el narcotráfico, la droga, y la gente está a favor de la pena de muerte. El odio ha crecido. ¿Todos los asesinos están presos? A la periodista rosarina, que me hartó, le pregunté: “¿Una mujer que hace un aborto… cómo puede seguir viva?”. Solo Dios puede perdonarlo, porque como seres humanos somos imperfectos.

En la película “Un condenado a muerte se escapa” (Robert Bresson, 1956), Fontaine, el personaje principal, dice: “¿Por qué no me fusilaban? Me hice la idea de morir. Prefería una ejecución rápida”. Víctor Saldaño pidió varias veces que lo mataran. Luego del primer juicio, incluso, lo solicitó exclusivamente: los condenados tienen el derecho de interrumpir las apelaciones y bregar por su muerte. En otras tantas ocasiones, además, intentó suicidarse: con una gillette, con una sábana y hasta buscó electrocutarse. “No tuve huevos. Se me hizo fácil matar a alguien, pero se me hace tan difícil matarme a mí”, dijo en una entrevista.

Su madre cree que no lo hizo porque pensó a último momento en ella y su familia. “Estamos muy lejos, pero es lo único que tiene. A nosotros y a Dios”, dice. Continúa con memorias del Víctor adolescente, de cuando la ayudaba en la casa y trabajaba repartiendo volantes en el Parque Las Heras. “Me salvó varias comidas, a mí no me alcanzaba la plata”, recuerda, y por momentos se interrumpe en un llanto apagado.

Víctor se perdió de conocer el mundo tal como es. La luz. El cielo. Un silencio… y Lidia sigue con pensamientos fragmentados.

“Lo de Víctor es medio una frustración para la familia. Mi hijo no es inocente pero él ya la pagó, se arrepintió hace rato. Yo soy su madre, lo amo y tengo la obligación moral de defenderlo, más teniendo en cuenta lo que fue su proceso. El diablo, pienso que el diablo le pone cosas en la cabeza a los pibes para empecinarlos en cualquier cosa.

Cuesta comprender a los hijos, de repente un hijo sale bohemio, el otro científico. Fui dos veces a hablar con el Papa Francisco. Él me apoya”.

Dios da y quita. Así es como es Él.

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