Hace 40 años (en 1979) la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA enviaba una delegación a fin de tomar conocimiento “in situ” de lo que acontecía en la Argentina. Algunos miembros de esa delegación se trasladaron a la ciudad de Córdoba y durante dos o tres días se instalaron en una oficina del entonces Hotel Crillón frente a la plazoleta de La Merced para recibir denuncias y tomar contacto con representantes de organizaciones de la sociedad civil.
La visita a nuestra ciudad había sido gestionada y preparada por la comisión de familiares de detenidos y desaparecidos, por aquel tiempo un pequeño grupo de personas que trabajaban con una enorme valentía, en el mas absoluto sigilo y con un escasísimo apoyo ciudadano.
Pese a la enorme presión de las semanas previas y la intimidación permanente del Ejército y los servicios de inteligencia que burdamente permanecían en el lugar, más de un centenar de cordobeses vencieron el miedo y fueron a contar sus testimonios.
A diferencia de Buenos Aires donde las conducciones de los partidos políticos concurrieron a entrevistarse con la Comisión, en nuestra ciudad la UCR, presidida por Eduardo Angeloz y el PJ, cuyo interventor era Transito Rigatuso, se negaron a concurrir pese a ser especialmente invitados. La misma conducta siguió el arzobispo Raúl Primatesta. Ni un solo juez Federal o Provincial concurrió y tampoco lo hicieron los decanos de las dos facultades de Derecho existentes a la época. Es obvio que estas ausencias impulsaban silencio y más ausencias.
Una pequeña representación del Centro de Estudiantes de Derecho que integraba quien esto escribe, se reunió con la Comisión y presentó una denuncia escrita con una nomina de estudiantes muertos, desaparecidos, presos y expulsados de la UNC y relató las condiciones represivas imperantes. La lista apenas superaba los doscientos casos y había sido confeccionada con el aporte de familiares y el trabajo incansable de la madre de Raúl Mateo Molina, presidente del Centro de Estudiantes de Arquitectura secuestrado mas de dos años antes y desaparecido hasta la actualidad.
La CIDH, luego de aquella visita realizó un informe sobre la situación de Argentina, que más allá de sus limitaciones censuraba a la Dictadura cívico-militar y expresaba el reconocimiento por parte de un organismo de la Organización de Estados Americanos (OEA) de las violaciones a los derechos humanos en nuestro país.
Han pasado cuarenta años, de ellos casi treinta y seis en democracia, y de aquellas denuncias que trabajosamente recogían testimonios fragmentados, se avanzó al amplio conocimiento de la verdad, básicamente por el esfuerzo militante de los organismos de derechos humanos y la movilización de gran parte de la sociedad, y buena parte de los atroces actos del Terrorismo de Estado han sido juzgados y muchos de sus responsables condenados.
En aquella lista de estudiantes de nuestra universidad nacional que presentáramos a la CIDH, figuraba el caso de Paco Bauduco, un estudiante de poco más de veinte años que fue asesinado en la Penitenciaría de Barrio San Martin (UP1) por los militares que lo custodiaban en julio de 1976, donde estaba detenido a disposición del PEN. El juzgado actuante, el Federal número uno a cargo de Adolfo Zamboni Ledesma, bien gracias, mirando para otro lado y convalidando la Dictadura. Si bien la causa de la UP1 y sus responsables militares fueron juzgados y condenados, la Justicia no revisó en profundidad su propia responsabilidad y “complicidad” durante la época del Terrorismo de Estado, como lo denunció la propia CIDH. Cabe recordar que, en el Juicio a los Magistrados, una separación del expediente original de este caso, hubo dos condenas y dos absoluciones de funcionarios judiciales.
¿Y cuál es el valor de la evocación? Pues el simple y preciso ejercicio de la memoria, la necesidad de la verdadera justicia, que no son nostalgias del pasado, tan terrible como aleccionador. Tienen que ver, en realidad, con el presente y con el futuro. Y no tienen dueños, salvo en el dolor transformado en fuerza para rescatar del peor de los abismos, que son la impunidad y el olvido, a tantos ciudadanos privados de sus más elementales derechos por el Terrorismo de Estado instrumentado por la dictadura cívico-militar. Sus secuelas todavía se dejan ver en la corrosión y vaciamiento de ese mismo Estado y del tejido social de nuestra patria, lacerado todavía por la desigualdad.
Importa entonces, y mucho, rescatar la solidaridad y el compromiso con los Derechos Humanos, que ya no reconocen fronteras nacionales y trabajosamente van configurando un piso mínimo de menor tolerancia ante la injusticia.
Importa entonces, y mucho, rescatar la solidaridad y el compromiso con los Derechos Humanos, que ya no reconocen fronteras nacionales y trabajosamente van configurando un piso mínimo de menor tolerancia ante la injusticia.
Hay que vencer, día a día, el “no te metás” y recordar, una y otra vez, el significado profundo del Terrorismo de Estado para imponer una sociedad en reversa, fragmentada, con mayorías excluidas e insolidaria. Se pudo derrotar el olvido, y pelear contra la impunidad con esfuerzos colectivos, con generosidad, con inteligencia y persistencia. Haciendo que la política, en este caso, fuera sinónimo de compromiso social y ético, derrotando culturalmente el formidable aparato propagandístico de la dictadura militar y su campaña contra la presencia de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos con sus torcidos slogans sobre que “los argentinos somos derechos y humanos”. Fue un paso importante y contribuyó al proceso de transiciones democráticas en nuestra América Latina.
* Una primera versión de este artículo fue publicada en La Voz del Interior al cumplirse los 30 años de la visita de la visita de la CIDH.
* Carlos Vicente es abogado laboralista.