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Los riesgos del dióxido de cloro

Imagen de un ejemplar adulto de rana lechera. (Foto: gentileza TSS).

El surgimiento de la pandemia, las medidas de aislamiento social y la suspensión de vuelos internacionales, así como de muchas actividades económicas, pusieron en pausa muchas preocupaciones sobre el impacto ambiental de las actividades humanas. Sin embargo, esa ventana de optimismo fue breve. Al poco tiempo, el incremento en los desperdicios plásticos y médicos, como mascarillas, guantes y empaques para todo tipo de productos se volvió de tal magnitud que hasta hizo colapsar a los sistemas de reciclaje de algunos países. De manera similar, el uso de productos desinfectantes y sanitizantes se volvió una preocupación por el riesgo que representan para la contaminación de aguas y el ambiente.

Por un lado, existen los contaminantes regulados, como los herbicidas, de los cuales hay numerosos estudios en cuanto a su impacto en la salud y el ambiente. Por otro, los denominados contaminantes emergentes, menos estudiados, que no están controlados ni monitoreados. Es el caso de los residuos que resultan del uso de productos de higiene y limpieza, como el champú y el jabón para la ropa, o del consumo de medicamentos como antibióticos o antiinflamatorios de uso común, que pueden llegar al ambiente a través de la orina y las heces, especialmente en ambientes hospitalarios y cuando no hay un sistema de tratamiento efectivo para este tipo de desperdicios.

“Esta pandemia ha puesto en evidencia el problema de la eliminación de aguas residuales sin tratamiento, ya que han aumentado tanto la presencia de drogas y productos farmacéuticos como de higiene personal y de desinfección en sistemas acuáticos, ya sean lóticos, es decir, en los que el agua corre, como en los ríos, o lénticos, como el agua de las lagunas, donde viven los anfibios que nosotros evaluamos”, afirma Paola Peltzer, investigadora del CONICET y de la Universidad Nacional de Litoral (UNL).

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Peltzer, junto con colegas del Laboratorio de Ecotoxicología, de la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas (FBCB), publicaron en “Toxicology and Environmental Health Sciences” el primer estudio conocido que evalúa el impacto de la contaminación de aguas por dióxido de cloro en anfibios.

El dióxido de cloro es un desinfectante que permite destruir bacterias, virus y algunos tipos de parásitos que pueden causar enfermedades e infecciones. Tiene una amplia variedad de aplicaciones industriales: en alimentos, por ejemplo, se puede agregar al agua como agente antimicrobiano para el procesamiento de aves de corral o para lavar frutas y verduras. También se usa en hospitales y otros entornos sanitarios, para esterilizar los equipos médicos y de laboratorio, las superficies, habitaciones y herramientas.

Epec

Por eso, su uso se potenció durante la pandemia. Incluso, aún hoy se lo sigue promocionando como “solución mineral milagrosa” contra la COVID-19, ante el temor que generó la enfermedad y la desesperación por contar con alguna sustancia que permita evitar el contagio o acceder a la cura, a pesar de que su ingesta no está autorizada porque es altamente corrosivo y puede provocar lesiones en las mucosas del sistema digestivo e incluso la muerte.

“Lo llamativo es la contradicción que genera el dióxido de cloro: en cantidades apropiadas se utiliza para potabilizar el agua, para que pueda ser consumida, pero se convierte en un contaminante emergente cuando llega al agua de manera continua, algo que ocurre ya que no hay regulación ni plantas de tratamiento”, advierte Peltzer, que es doctora en Ciencias Naturales, y aclara que para hacer este trabajo no consideraron la contaminación residual por ingesta de dióxido de cloro, que no está autorizada y de la cual no hay registros, sino aquella que potencialmente se produciría por su uso como desinfectante, que se ha incrementado durante la pandemia.

Un renacuajo.

ANFIBIOS EN RIESGO

Para analizar el impacto del dióxido de cloro en anfibios, los investigadores evaluaron el impacto de la posible exposición a aguas contaminadas con esta sustancia en un tipo de rana conocida como “rana lechera común”, a la que Peltzer considera como “un laboratorio andante”, ya que tienen unas sustancias denominadas alcaloides y péptidos, que tienen el potencial de ser utilizadas en biotecnología para desarrollar medicamentos tópicos, entre otros, tal como ha ocurrido con las de otras especies de anfibios en otras partes del mundo.

Para este trabajo en particular, los científicos de este laboratorio utilizaron individuos de rana lechera común en su fase larval (cuando todavía son renacuajos). Por un lado, los expusieron a pruebas de toxicidad letal media, para detectar cuál era la concentración que le producía la muerte al 50% de las larvas expuestas. Por otro lado, hicieron pruebas de toxicidad subletal para analizar si había alteraciones en el sistema metabólico (como el estrés oxidativo), la frecuencia cardíaca y el comportamiento natatorio de estos anfibios.

Específicamente, expusieron a los individuos a tres concentraciones diferentes de dióxido de cloro, de entre 0,78 y 3,12 miligramos por litro (mg/l) de agua –la Agencia de Protección Ambiental regula que la concentración máxima de dióxido de cloro en el agua potable no debe ser mayor de 0,8mg/l–, y evaluaron los cambios mencionados a las 24 horas (que debido al tiempo de vida de los anfibios podría considerarse como una intoxicación aguda) y a las 96 horas (que podría considerarse como exposición crónica).

“Encontramos que las concentraciones subletales de óxido de cloro producen alteraciones en los sistemas antioxidantes, que también se ven reflejadas en alteraciones del comportamiento natatorio y variaciones en el ritmo cardíaco, que se podrían considerar como taquicardias si se lo quisiera llevar al plano humano”, detalla Peltzer, y explica que estos resultados no solamente brindan evidencias de cómo los contaminantes emergentes están produciendo graves consecuencias en los organismos acuáticos, sino que también pueden alertar tempranamente qué consecuencias potenciales podría provocar en las personas, debido a la particular similitud de los anfibios con el desarrollo de los embriones humanos.

“Lo que más nos sorprendió fueron las variaciones en la frecuencia cardíaca, porque todo esto hace que los renacuajos no tengan una supervivencia a largo plazo en el cuerpo de agua y entonces se produce lo que se denomina la muerte ecológica”, afirma Peltzer, y explica que se denomina muerte ecológica a una situación en la cual los animales no mueren, sino que sobreviven con alteraciones fisiológicas que los vuelven vulnerables ya que, por ejemplo, dejan de comer; presentan movimientos natatorios que pueden atraer a algún depredador como las garzas y pueden ser capturados con más facilidad o pierden la capacidad que tienen de emitir señales químicas para avisarse entre ellos cuando se enfrentan a alguna amenaza. Todo eso produce una alteración en el sistema acuático que deja más expuestos a los renacuajos en esos ambientes contaminados, poniéndolos incluso en riesgo de extinción.

“A nivel mundial, los anfibios están sufriendo graves declinaciones de sus poblaciones y cada vez hay menos individuos de una especie en particular en algunos lugares”, advierte Peltzer, y destaca que todos los estudios que realizan en el laboratorio de Ecotoxicología también buscan brindar herramientas para la conservación de estos vertebrados. “Así como en un momento se advertía sobre la desaparición de las abejas, hoy también nos preguntamos qué pasaría si desaparecen los anfibios. Se perdería un eslabón importante dentro de las redes tróficas y desaparecerían diversas interacciones con los anfibios que ocurren dentro de los cuerpos de agua, con lo que los ecosistemas podrían colapsar”, concluye Peltzer.

* Por Vanina Lombardi, Agencia TSS.

* Este artículo fue publicado originalmente por Agencia TSS.

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