Cualquier página política de cierta robustez teórica señala que los pueblos son proclives a perder libertades cuando se sienten amenazados por sucesos extraordinarios. Y cuando aquel llamado a gestionar en su nombre se publicita como el único dique donde ese peligro se habrá de detener. Nuestra propia historia constitucional recoge esa enseñanza en el único artículo de la Carta Magna Argentina con nombre propio – velado pero incontestable -; el 29, aquel que prohíbe al Poder Ejecutivo la suma del poder público. Ahí se agazapa la “sombra terrible”…no de Facundo, sino de Juan Manuel (Rozas), el blanco de la escritura parabólica de Sarmiento en su gran texto.
En estos tiempos funestos, graves, donde todas las certezas se desploman y la humanidad asiste trémula a un interrogante electrizante (¿y mañana?), la dirigencia política que desde 1983 se ofrece para el parlamento se diluye en esta mera “delegación”, al tiempo que elude sistemáticamente el rol que la Constitución le entrega a la representación popular. Para su constatación basta abrir el texto madre de la organización política y encontrarse con que el primer desarrollo de la Carta Magna no es el del Ejecutivo sino el del Parlamento, el legislativo. Allí encontramos lo que rara vez devuelve la política, un sistema donde los poderes no se pierden pisada, donde hasta un poder tan purulento como el judicial, gobierna. La Constitución no deja solo al presidente, lo acompaña y protege instrumentalmente con el accionar de instancias de control.
Aún cuando se considera con fundamento que el nuestro es un rocoso régimen donde el presidente tiene derecho a hacer a discreción cuando los votos lo acompañan, en ningún caso se ordena que ante hechos excepcionales y cuando no están presente los presupuestos para la interrupción de las garantías (como sería el caso del Estado de Sitio al que Alberto Fernández no quiso llegar evocando los trágicos días del 2001), los parlamentos deban poner pausa y dejar el gobierno a una sola persona, asistida por colaboradores no electos. Es peligroso para el crédito que la democracia sigue teniendo en el pueblo argentino, pese al desengaño producido por décadas de querellas sociales no resueltas y los negocios espurios de tantos enancados en el dispositivo agencia estatal-empresa privada.
En la pandemia, El Congreso y las legislaturas están aguas debajo de las necesidades colectivas; como contrapeso, como usina de acuerdos de largo alcance; para cuando este espanto nos encuentre recogiendo sus frutos amargos, por ejemplo. Es una defección que la militancia no puede desconocer, ni los gobernados aceptar. Aun asumiendo que el ejecutivo nacional actúa en favor de la salud comunitaria avanzando sobre variados derechos (reunión, circulación, tránsito, trabajo), si el pueblo, activando su representación (los parlamentos) se opusiera y los muertos se amontonaran en las morgues, sería todavía un proceso político virtuoso, en razón de que el derecho más elevado de un pueblo en democracia es equivocarse. Disfrutando de los aciertos del elegido o pagando las consecuencias es como se perfecciona.
Alguien puede observar que en las observaciones teóricas como la que dificultosamente intenta el cronista están ausentes los poderes fácticos, y su poderío a la hora de trabar procesos de raíz popular. O que el respeto a la Constitución es el resultado de aprendizajes de largo aliento. O que la realidad cotidiana es demasiado pendenciera para someter decisiones gubernamentales al escrutinio del esquema de contrapesos. ¿Sí? ¿Creen que eso nos releva de protestar por su imperio en el litigio diario que enfrentamos? ¿Quién rechazaría volver al amparo de aquel portentoso instrumento de sanidad social que fuera la Constitución de 1949? Repasemos: equidad y proporcionalidad de los impuestos. El ajuste del capital al servicio de la economía nacional y el bienestar social. La propiedad estatal de ciertos recursos naturales y servicios públicos. También venía con la idea de un Perón eterno en Balcarce 50. Concedo.
Pero exijo al lector todavía más: ¿Cuántas veces oyeron que el propio peronismo impulsara su reivindicación? Entonces, por lo menos insuflemos vida a este soberbio artefacto de atributos que de todos modos sigue siendo la Constitución Argentina.
Tiempo atrás me recordaba un amigo, perito en materia filosófica y constitucional, una anécdota de cuando la Segunda Gran Guerra situó sobre el cielo de Londres a la fuerza aérea de Hitler y su mortal carga de explosivos. Winston Churchill no permitió que el parlamento dejara de sesionar bajo bombardeo, porque de hacerlo, ninguna esperanza habría quedado para el simple ciudadano que sangraba en las calles de esa ciudad bajo fuego, si sus representantes huían a esconderse del peligro.
Una República se consagra al mejor interés del conjunto cuando libremente, con determinación y decencia, se ponen en discusión las prácticas políticas que recaen sobre ese mismo conjunto de hombres y mujeres. Para llevar a cabo tan necesaria tarea, la dirigencia debe entender que no hay interés más elevado que el del pueblo; y que si el pueblo sufre, los Hombres de la política deben calzarse esos mismos zapatos, no buscar la horma que mejor les calce. Lo contrario turba el contrato social y preña de veneno el futuro que esta nueva peste nos obliga a refundar.
* Néstor Pérez es periodista y autor de La palabra incómoda.
—
>> Te invitamos a asociarte a ENREDACCIÓN: INGRESÁ AQUÍ. Hacemos periodismo.