Es lo que habitualmente se conoce como verdad de Perogrullo, pero de tanto no decirlo nos convencemos de su postulado falso: un pacto es entre adversarios, entre aquellos que seguramente abrieron fuego sobre el otro, con las armas o la retórica.
Un pacto se ofrece como puente entre dos distancias, dos elementos divorciados por querellas, disputas, deudas, o enemistad. Si se pretende que el litigante convocado se someta a los intereses del convocante, entonces se tratará de una rendición; con algún artificio se podrá hacerle creer que obtuvo la mejor tajada posible, pero eso no hará que regrese triunfal.
Un pacto entre semejantes, quienes piensan y proceden en la misma sintonía, es apenas una hoja de ruta, un programa para encaminar los pasos sin extraviar el rumbo.
Miremos nuestro propio pasado preconstitucional, cuando recoge en el preámbulo todos los acuerdos alcanzados en el largo derrotero de la guerra civil. Mencionamos aquí solo a los que inician y cierran la línea de tiempo, al liberarnos en estas tierras del yugo español y comenzar la lucha entre hermanos.
Tratado del Pilar, febrero de 1820. Llamaba a la unidad nacional y postulaba el sistema federal, luego de la derrota unitaria en Cepeda; el cruce de armas duró apenas diez minutos, pero sus consecuencias nos alcanzan en pleno siglo XXI.
Pacto de San José de Flores (la saga acabaría con el de San José de los Arroyos en el 52, pero los expertos consignan al que detallamos en este párrafo), firmado en noviembre de 1859, acordando la paz entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires.
Entre las firmas del primero y el último, el suelo patrio se tiñó de rojo. La sangre derramada gritaba alto el fuego, en nombre de la razón. La Constitución Argentina es hija de esos desencuentros fratricidas. Volver a su amparo siempre significó tragedias semejantes.
El último 25 de Mayo, el presidente Milei diluyó en unos miles de adherentes su anhelo de Pacto. El que dejaba en los márgenes al adversario ideológico, la escudería política que, con todo derecho, se le planta y le marca los límites a su poder popular. También lo hace la izquierda troskista, es cierto, pero es el peronismo del último gobierno el que recibe la munición pesada del elenco libertario. Aquel marchito acuerdo era apenas una obra escenificada para un público fastidiado de fracasos precedentes, que aún espera la cancelación de los proyectos personales para comenzar a recibir su cuota del contrato social, el que hasta aquí solo le ordena sufrir, obedecer, y aguantar. Pactar con una oposición dialoguista se parecía bastante a la subasta donde desde el público salta un postor arreglado – simulando afán de compra – al solo efecto de subir el precio del objeto rematado.
El presidente tiene por delante retos que exigen acuerdos, de mediano y largo plazo.
No solo subordinación a su programa de expoliación de la renta nacional.
Su subsuelo y lo que hay arriba de él.
De los mares, los glaciares.
El patrimonio público.
Los activos culturales.
El pasado constituído a puro dolor.
Los consensos democráticos.
Javier Milei no puede pretender que el pueblo en carne viva soporte en silencio su mueca despectiva. Ese desdén hacia el que sufre hambre, intemperie y desprecio. Por muy extensa que sea su base electoral, no tiene ese derecho. Por muy de su lado que tenga a las corporaciones económicas, los mercados financieros y los grandes medios de comunicación.
Lo sabemos de sobra, la democracia ha fracasado en otorgar bienestar a las mayorías, eso se vuelve incontestable, lo prueba el economista sin trayecto que alcanzó la presidencia del país. Que lo consiguió no pese a eso sino justamente por eso. El sujeto que retrae al Estado de sus funciones indelegables cuando más se lo necesita. Pero al mismo tiempo, la democracia es perder, de vez en cuando o, también, casi siempre; hay otros que se salen con la suya. Un Pacto entre iguales garantizaba (aún podría hacerlo) un plano inclinado a favor del Jefe de Estado, sin reparos, sin peros.
En seis meses ni una sola ley… aunque rebusque, el cronista no encuentra un solo argumento a favor del rencor oficial. La política es barro, transa, rosca, en tierras argentas y en el occidente desarrollado; con el Capital concentrado no alcanza, contra todo pronóstico.
En medio de la tragedia social que nos cruza de lado a lado, tampoco hago mío el recurso de la prédica bien pensante, el que ordena desear al gobierno los mejores auspicios. Me planto ahí. Si lograra Milei sus objetivos habrá sido la hora del réquiem final. La loca victoria de Pirro al derrotar a los romanos, 280 años A.C, con los caídos alfombrando el campo de batalla.
¿Hicimos todo mal? ¿Se destendió la política del pueblo representado? ¿Gobernantes y gobernados vivían en dimensiones paralelas? ¿Cómo llegamos a Milei? Mientras nos afanamos en contestar los interrogantes el país está al borde del colapso. El pacto ahora adquiere urgencia, pero entre los sufrientes, para frenar en seco los afanes destructivos de quien administra los negocios públicos, sonriendo diabólicamente a cámara.
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* Néstor Pérez es periodista y autor de “La palabra incómoda”.
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