La escuela es una de las instituciones sobre las que se descargan los argumentos más pesados a la hora de pensar en su funcionamiento para garantizar una mejor sociedad o para combatir un mundo injusto: en su libro “La escuela bajo sospecha”, el sociólogo Emilio Tenti Fanfani analiza cuán fuerte es la institución para lograr esas máximas y cómo impactó en su funcionamiento la pandemia, a la vez que reflexiona sobre cómo garantizar el derecho a la educación en sociedades cada vez más desiguales.
Referente de sociología de la educación, Tenti Fanfani acaba de publicar un trabajo editado por Siglo XXI que pensó como insumo para dialogar con quienes ejercen la tarea de enseñar en las aulas pero también para aquellos que pretenden ubicar a la escuela en un escenario de demandas múltiples.
“Ya estamos lejos de la existencia de una relación estrecha entre educación y ascenso social. Las crisis económicas, el freno al crecimiento y la dura experiencia crónica condicionan el futuro de las nuevas generaciones. En este contexto, la escuela de hoy no puede mantener sus promesas”, escribe el docente e investigador en este libro.
En esa línea, explica a Télam que “el gran desafío estructural no es la escolarización de quienes han abandonado o suspendido la carrera escolar, sino la realización efectiva del derecho al conocimiento por parte de aquellos que están escolarizados, que son la inmensa mayoría de las nuevas generaciones”.
En las primeras páginas advierte que el libro fue pensado más como una conversación con docentes que con sociólogos. ¿Cómo ve la conversación acerca de la escuela en este momento de la pandemia?
En efecto, este libro está escrito para docentes y funcionarios del sistema escolar. Los textos de sociología de la educación no tendrían mucho sentido si solo se destinan a los colegas de la disciplina. El libro es un ejercicio de sociología pública, lo cual obliga a utilizar un lenguaje “amable” y comprensible para cualquier “ciudadano bien informado”. El debate entre especialistas en ciencias de la educación es muy escaso en la Argentina, y los docentes tienen muchas dificultades para entender textos que usan (y muchas veces abusan) de lenguajes y “jergas” científicas y pseudocientíficas.
En el primer capítulo plantea que hay una idea que insiste y es que la educación está en crisis y al mismo tiempo señala que ante esa situación lo más habitual es responsabilizar a la escuela pública y a los docentes. ¿Qué implica esa crisis y cómo influyó la pandemia en ese escenario?
Decir que la escuela está en crisis es un lugar común que dice todo y no dice nada. No todos tienen la misma definición del “problema” de la educación general, básica y obligatoria contemporánea. Más allá de algún consenso relativo acerca de los síntomas (por ejemplo los bajos rendimientos que registran las pruebas nacionales e internacionales de evaluación), las explicaciones son una mezcla de prejuicio y verdades parciales. Siendo muy esquemático, existen dos modelos explicativos que son insatisfactorios. Por un lado, desde el polo político cultural de la derecha se constatan las deficiencias y en vez de proveer una explicación racional y fundada en evidencias, se propone una receta como solución para todos los males: convertir a la escuela pública en una especie de “semimercado”, es decir, introduciendo competencia entre establecimientos, docentes y alumnos, financiamiento a la demanda, capacidad de elección de establecimientos, evaluación permanente, reemplazo de fuerza de trabajo docente por tecnologías de la comunicación y la información, y establecimiento de premios y castigos. Desde el polo opuesto, que por comodidad denominaremos “centro izquierda”, se tiende a pensar que la culpa es el neoliberalismo y su política de desfinanciamiento de la educación pública. La solución que se propone es más inversión, aumento de salarios, infraestructura escolar, becas… Me resisto a pensar que estas visiones dominantes sean pertinentes tanto para explicar como para atacar los problemas estructurales de la educación escolar. En ambos casos se desconocen los complejos factores históricos de orden político, social y económico que explican el desfase entre las expectativas sociales y las realizaciones del sistema escolar.
Si tengo que elegir entre una reforma mercantil y tecnocrática y una defensa conservadora del statu quo, no elijo ninguna de las dos. La verdadera defensa de la escuela pública es su crítica y reforma desde un punto de vista progresista, es decir, conforme al ideal de una sociedad menos desigual y más humanista. Pero hay que reconocer que al presente, éste no es más que un ideal al que hay que dar forma, contenido y proveerlo de dispositivos institucionales precisos.
“La verdadera defensa de la escuela pública es su crítica y reforma desde un punto de vista progresista, es decir, conforme al ideal de una sociedad menos desigual y más humanista”.
En un momento señala que “hay quienes piensan que vivimos tiempos de ‘desinstitucionalización’ en todos los campos de la vida social, y que la escuela no es una excepción”. De alguna manera, ¿el reclamo por la presencialidad escolar no mostró la necesidad de la institucionalización que plantea la escuela? ¿No dejó instalada una mirada más fuerte sobre esa institucionalización?
Es cierto, se dice, muchas veces con razón, que se viven tiempos de debilitamiento de las instituciones que estructuran la vida y las conductas de los individuos y los grupos sociales. Sin embargo, el cierre de las escuelas hizo evidente que ciertas instituciones sociales son necesarias e insustituibles. Este es el caso de la escuela. Sin esta institución especializada no es posible garantizar el acceso a conocimientos básicos y complejos a los miembros a todos los miembros de las nuevas generaciones. El cierre de la escuela produjo una revalorización de esta institución y de sus agentes, los trabajadores profesionales de la enseñanza. Por lo tanto, para mejorar la escuela hay que fortalecerla. Necesitamos escuelas “ricas” (en recursos, en organización y gestión, etc.) y también profesionales de la educación altamente calificados. Pero para desarrollar conocimientos poderosos en forma igualitaria no solo se requiere de una política educativa adecuada, sino también de una serie de políticas que provean las necesarias condiciones sociales de los aprendizajes. En síntesis, una escuela para la igualdad debe ser un objetivo que trasciende la política educativa para transformarse en un objetivo de la política, sin adjetivos.
“Una escuela para la igualdad debe ser un objetivo que trasciende la política educativa para transformarse en un objetivo de la política, sin adjetivos”.
Sostiene que la escolarización de masas convive con una gigantesca concentración de la riqueza mundial y advierte que es ingenuo e inmoral pedirle a la educación escolar que resuelva los desequilibrios estructurales, ¿cómo debería ser pensada la escuela en ese escenario?
Estoy convencido de que existe un desequilibrio entre la cantidad de funciones que se le asignan a la escuela (muchas de las cuales son incluso contradictorias) y las capacidades y recursos que cuenta esta institución para realizarlas. De tanto cargar la barca de la escuela la podemos llegar a hundir. Por eso es importante definir qué es lo que específicamente le compete a esta vieja institución. Desde mi punto de vista la escuela puede y debe desarrollar un capital estratégico en los individuos y los grupos: el conocimiento poderoso, que, al igual que todos los capitales, tienden a concentrarse en pocas manos, incluso en épocas de catástrofe, como es la pandemia. La mejor contribución que puede hacer la escuela es desarrollar este capital en forma más igualitaria, en especial, en aquellos individuos más desprovistos de otras especies de capital, como el capital económico, el político, el social y el simbólico.
Debido a la pandemia, Unesco considera que 500 millones de chicas y chicos se desvincularon de la escuela. El Ministerio de Educación habla de desvinculación y no de abandono y tomó como una de sus prioridades el objetivo de ir a buscar a esos alumnos. ¿Cómo debe ser encarada esa acción?
En efecto, este es el desafío de la coyuntura. Pero el gran desafío estructural no es la escolarización de quienes han abandonado o suspendido la carrera escolar, sino la realización efectiva del derecho al conocimiento por parte de aquellos que están escolarizados, que son la inmensa mayoría de las nuevas generaciones. Es hora de pasar del derecho a la educación al derecho al conocimiento, previa explicitación acerca de cuáles son esos conocimientos que dan poder a quienes los poseen.
Se conocieron hace algunas semanas las pruebas de Unesco realizadas en 2019 en América Latina y el Caribe a estudiantes de 3º y 6º grado. Los resultados para la Argentina son preocupantes. Y justamente, con respecto a las evaluaciones, usted dice que suelen plantear que la culpa es de la escuela pública. ¿Cómo se puede establecer otra lectura? ¿Cómo abordar esos resultados saliendo de la indignación?
La evaluación se ha convertido en una especie de manía de la que en algún momento debemos deshacernos. En la Argentina se están evaluando los rendimientos desde hacen más de 30 años. La cantidad de datos acumulados en las PC del Ministerio de Educación contrasta con la insignificancia de su uso. Nadie puede decir que no sabemos cómo se distribuye la probabilidad de aprender o de fracasar en las pruebas, ni cuales son los factores que explican los resultados. Y sin embargo se insiste en que hay que evaluar todo y todo el tiempo (todos los años!!). La evaluación se ha convertido en una especie de sentido común, el peor de los sentidos, es decir, en una creencia pobre de todo fundamento en cuanto a su pertinencia y utilidad efectiva.
> Emilia Racciatti / TÉLAM.
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