– ¡Me dieron! ¡Estos cobanis me dieron, no pude enderezar!–
El estruendo de las balas fue incesante, desde el mismo instante en que el camión asomara su trompa hasta varios segundos después de que se estrellara contra un árbol.
Esos segundos de altísima tensión y adrenalina se vivieron como un desordenado dominó de imágenes, sonidos y pantallas inconexas. El todo y las partes se enredaron ante la vista de millones, y la confusión dentro y fuera de la cabina pareció ser el único carácter común de la tragedia.
A Walter “Ventana” Romero, el conductor del camión, lo rodeaba un escenario de sangre y terror y una sensación de fracaso que golpeaba sobre sus hombros y ardía más que esa herida en el costado.
Pegó el mentón contra su pecho para ver qué era lo que le incendiaba el hombro izquierdo, y vio la profunda llaga en la parte superior de su torso. Levantó nuevamente la mirada, sabiendo que las balas habían perforado varios cuerpos de los que viajaban en esa cabina. Y mientras escuchaba las detonaciones que rodeaban cada centímetro del camión que manejó durante 23 segundos de libertad, se dio cuenta de que habían perdido.
Éste era el escenario interior de la cabina del camión Iveco del Servicio Penitenciario. El mismo que fue usado en la tarde-noche del 11 de febrero de 2005 para intentar la quimérica fuga que terminaría en un baño de sangre.
Fue durante el motín de la Penitenciaría de San Martín, en 2005, y la trágica escena quedó registrada por las cámaras de Teleocho. Esa misma filmación, captada por el camarógrafo Mauro Gionghi, fue la que luego permitiría desmenuzar cada uno de esos 23 segundos de loca escapatoria durante los cuales una horda de 29 reclusos lograba ponerse en fuga a bordo de un camión, valiéndose de un rehén que hacía de escudo humano, con el sueño remoto de perforar el blindaje.
Al resultado lo conocen todos: cinco muertos en la cabina, incluyendo al empleado Andrés Abregú, y uno más al borde de la muerte. La cifra llevaría finalmente a ocho el saldo luctuoso de la mayor pesadilla que se haya vivido en una cárcel de nuestra provincia.
Lo que no se conoce a detalle son los pormenores en los cuales dos de esos internos, totalmente doblegados, heridos, sin armas y rodeados por cientos de policías, fueron brutalmente masacrados cuando levantaban sus manos en señal de rendición. Es la historia de Walter “Ventana” Romero y Cristian “el Porteño” Rogido.
RENDICIÓN A SANGRE FRÍA
Cuando estrelló su marcha contra el árbol, Ventana Romero apenas pudo asomarse por el hueco del parabrisas ausente, como para intentar determinar dónde estaban. Sólo vio cascos y más cascos moverse como hormigas, rodeando al camión que ya había apagado su marcha. No se podía hacer nada. Sólo levantar los brazos y entregarse.
Por eso clavó mansamente los codos en el volante, y sobre sus manos apoyó la cara sudorosa, refregándose los ojos en sus palmas. Así giró la mirada a la derecha, como para buscar consuelo en quien había dirigido esa absurda hazaña: “el Porteño” Rogido.
El silencio de esa cabina aturdía. Sólo se escuchaban gemidos y parecía palparse el terror en las gargantas. A su lado sólo vio el desastre: Daniel Álvarez, el que iba contra el otro lateral del camión, parecía desarmado, con su pómulo izquierdo perforado y el cuerpo exánime salpicado de rojo y recostado contra la puerta.
Más cerca suyo, tembloroso, “el Porteño” apenas movía el cuello y una de sus piernas, e intentaba acomodar su humanidad aplastada por el cuerpo palpitante del rehén, Andrés Abregú, con balas marcadas en sus brazos, en su espalda, en su frente.
Desde la fila de atrás también se sentían voces. Luna, con su cabeza ensangrentada, emitía quejidos indescifrables. Gabriel Rivarola ya no respiraba y su abultado abdomen acusaba varios balazos.
A cien metros de esa esquina donde el camión certificaba su fracaso, los murallones de la cárcel hervían. Los exaltados del torreón continuaron con los disparos, intentando hacer blanco en los policías del Eter que rodeaban la escenografía más trágica.
Metros abajo, los miembros del cuerpo de elite policial ingresaban por asalto al escenario de pánico.
Según relata el expediente judicial que terminó en las condenas de 24 de los fugitivos, el cabo Juan Domingo Cruz, miembro del Eter, corrió desde la parte posterior de la caja trasera, con la misión de colaborar con un compañero que le pedía cobertura para abordar la cabina.
Pero antes de llegar, ese mismo uniformado ya había abierto la puerta del conductor, y detrás de ella lo primero que divisó fue al propio “Ventana” Romero levantando los brazos en súplica de clemencia.
Eso es lo que deja verse cuando se analiza la filmación de Teleocho Noticias, que para la realización de esta investigación fue varias veces reproducida cuadro por cuadro y apelando a herramientas de acercamiento y pausado. No se trata de un trabajo sencillo, sin dudas, y para detectar los detalles hay que visualizarla varias veces y cotejar las declaraciones con lo que se ve en la pantalla.
Luego de un análisis exhaustivo, que no se logra en la primera mirada, la filmación parece dejar lo suficientemente en claro que ese policía que se acercó a la puerta del Iveco ya tenía bien decidido qué se debía hacer en el momento.
Apenas vio que su objetivo se movía, sujetó con las dos manos su pistola 9 milímetros marca Astra… y le disparó a sangre fría en el pecho.
Tras el primer disparo seco, volvió a gatillar, esta vez en la cabeza. Y luego, un tercer disparo, apuntado hacia otro objetivo.
Así serían rematados Romero y luego “el Porteño” Rogido, que se revolcaba por detrás con plena consciencia, observando aterrorizado el ajusticiamiento de su compañero e intentando escabullirse reptando sobre sus talones.
CON LAS MANOS LEVANTADAS
“Primero al ‘Ventana’ y después al ‘Porteño’”, recordaría dos años más tarde Víctor Javier Luna al ser entrevistado en el Módulo MD1 del Complejo Penitenciario Padre Luchesse, de Bouwer, donde cumplía su condena a 17 años.
Luna fue uno de los dos sobrevivientes de esa trágica cabina y no dudó en describir los hechos tales como luego quedarían refrendados en los expedientes, en coincidencia con las declaraciones de los propios policías. “Ellos estaban con vida después de la balacera. No les habían pegado. Los muertos eran Daniel Álvarez y “el Gordo” Rivarola, además del empleado –recuerda–. Pero entró el cobani y les disparó al pecho cuando estaban con las manos levantadas”.
El relato de este sobreviviente podría ser tomado como parcial. Sin embargo no se aparta en nada de los detalles que provee la imagen de los segundos posteriores en el registro televisivo. La pantalla coincide con esas declaraciones: un uniformado de casco y chaleco que abre la puerta de la cabina y sostiene con sus dos manos un pistola 9 milímetros; dos disparos secos en dirección al interior del habitáculo, seguidos de un tercero en el que se observa que cambia de objetivo. Y finalmente un grueso humo blanco apoderándose de esa cabina para luego elevarse por sobre su techo.
Ya no quedaban señales de resistencia en la parte frontal del camión. El mismo oficial que protagonizó las ejecuciones, pisó por primera vez el estribo, y tras ingresar a la cabina, empujó la humanidad sin vida de “Ventana” Romero, haciendo que se deslizara por el tapizado de cuero y cayera como en tobogán al asfalto.
El duro golpe del cuerpo desplomándose inerte al suelo mostró la parte más cruel de ese fusilamiento. Era el mismo muchacho al que a poco de estrellarse el camión contra el árbol se le veía mover los codos y levantar los brazos en mensaje de rendición. Ahora ya no tenía señales de vida. La ejecución se había concretado.
DEMENUZAR LAS MUERTES
Hubo diferentes muertes en esa cabina y había que desmenuzarlas. Buscando desentrañar el misterio, la justicia comisionó al oficial Ariel Calderón, de la división Homicidios de la Policía, para que investigara los pormenores.
Parte importante de esa pesquisa fueron las pericias balísticas que se efectuaron sobre los proyectiles extraídos de los cuerpos de los abatidos y también del herido Víctor Luna. Los resultados de esas pericias son llamativos: arrojan certeza absoluta sobre las muertes que resultan atribuibles a la balacera en plena fuga; pero no aportan dato alguno acerca de los dos hombres fusilados a corta distancia y en estado de indefensión.
Los resultados de las pericias balísticas son llamativos: arrojan certeza absoluta sobre las muertes que resultan atribuibles a la balacera en plena fuga; pero no aportan dato alguno acerca de los dos hombres fusilados a corta distancia y en estado de indefensión.
El expediente brinda detalles asombrosos, al afirmar sin titubeos que “del cuerpo de Daniel Álvarez se extrae un proyectil calibre 9 mm, óptimo para su cotejo, logrando ser identificada el arma a la que pertenece, que es la pistola FM Brownig calibre 9 mm, número 277306, correspondiente al Agente Marcelo Sosa, adscripto al CAP Distrito Tres”.
No había problemas con este muerto: el disparo fue en medio de la balacera, a distancia considerable y para repeler la fuga.
El informe al que accedió esta investigación periodística, concluye que ese mismo agente y esa misma Brownig dispararían el proyectil calibre 9mm que dejaría al borde de la muerte a Víctor Javier Luna, quien meses más tarde se recuperó, aunque durante varios años debió acarrerar una hemiplejia como secuela.
Similar grado de certeza habría acerca de las balas que mataron al empleado penitenciario Andrés Abregú. Sobre este último, las pericias balísticas determinaron que fueron alcanzados por proyectiles lanzados por el arma del sargento Guillermo César Pérez, también del CAP Distrito Tres.
Se supone que en forma acertada, la Justicia nunca imputó esas muertes a sus autores materiales (los policías Sosa y Pérez), sencillamente porque se entendió que ambos efectivos del orden cumplieron su deber al repeler los disparos con los que los fugitivos –y sus apoyos desde los torreones– pretendieron abrirse paso. Era responder a un delito en flagrancia que ponía en riesgo sus vidas, en lo que se entiende como “principio de oficiosidad”.
Pero llamativamente no hay datos certeros acerca de las balas que mataron a Romero y Rogido. Al analizar los proyectiles extraídos de uno y otro cuerpo, el especialista en balística, doctor Guillermo Fontaine, no logra aportar solución al enigma.
En el caso de Rogido, asegura que “el encamisado del proyectil es óptimo para su cotejo, y por sus características pertenecería a una pistola calibre 9 mm de marca Astra”, aunque se resigna al concluir que “hasta la fecha no ha podido ser identificada”. En otras palabras, el arma nunca apareció, cuestión que para el despliegue de recursos investigativos que se dispuso para la reconstrucción del motín, resulta casi inadmisible.
Menos información se extraería del cuerpo de Walter Ventana Romero. Se le encontró una bala de calibre 22, que no fue la que le dio muerte, sino la que le impactó sobre su hombro en plena fuga, haciéndole soltar el volante y provocando que perdiera el control del vehículo.
Pero el proyectil más importante que se halló en su cadáver –y el que resultaría letal– fue un encamisado calibre 9 mm, pero que “no resultaba óptimo para su cotejo”.
“El fiscal Praddaude no tuvo ninguna intención de investigar esas responsabilidades, y en lugar de ello, dio la orden de archivar el hecho histórico, como si fuera Dios”, explicaba Lyllan Luque, abogada que patrocinó a Clara Pedernera, viuda de Walter “Ventana” Romero.
Así clausuró toda posibilidad, no sólo de averiguar su origen, sino también de determinar si al menos coincide con la bala extraída de su compañero en desgracia.
Tres cuerpos con balas con número de serie, nombre y apellido. Muertes no punibles.
Dos cuerpos con balas supuestamente irreconocibles o anónimas. Muertes punibles con severas condenas, que quedaron impunes.
Y la Justicia que no pudo avanzar sobre lo sustancial.
Tres cuerpos con balas con número de serie, nombre y apellido. Muertes no punibles. Dos cuerpos con balas supuestamente irreconocibles o anónimas. Muertes punibles con severas condenas, que quedaron impunes. Y la Justicia que no pudo avanzar sobre lo sustancial.
“Casualidades” de la pericia balística.
UN NOMBRE QUE APORTA AL EXPEDIENTE
Aunque esta investigación periodística tal vez no esté en condiciones de llegar a una conclusión firme acerca del autor material de la masacre, sí puede al menos esbozar el nombre de una persona que pareció haberse incriminado durante el mismo juicio.
Uno de los testigos llamados a declarar durante el proceso que se llevó a cabo entre noviembre y diciembre de 2007 fue el oficial miembro del Eter, Ariel Darío Lecler.
Sus dichos ante la Cámara Séptima del Crimen parecen esclarecedores, según relata el texto del fallo. Ante los jueces Ruiz, Vélez y Crucella, Lecler afirma en primera instancia “que los ocupantes de la cabina no estaban en condiciones de resistirse”.
En un momento de su testimonial, cuando se le exhibe la filmación de Canal Ocho, el oficial de la policía se identifica a sí mismo como “el primero que abre la puerta del camión”, agregando a su foja de mérito que en ese momento “no tenía cobertura, salvo el chaleco y el casco”.
Si efectivamente, tal como él mismo lo dice, Lecler es el primer hombre en arrimarse a la puerta y abrir la cabina del camión, es también el autor de los disparos salvajes.
De cualquier modo, ni la Justicia ni el Tribunal de Conducta Policial investigaron este particular accionar.
Llamativamente, casi en fechas coincidentes, Ariel Darío Lecler abandonó el Eter y fue pasado a la Escuela de Oficiales de Policía. Lejos de la calle. Lejos de cualquier tipo de acción.
Su nombre no volvió a ser noticia hasta la mañana del sábado, cuando a 15 años largos de aquel episodio, el gobernador Juan Schiaretti y el ministro de Seguridad Alfonso Mosquera, decidieron sentarlo en el segundo sitial de la Policía de Córdoba.
No hubo ninguna objeción al accionar del Eter, que en realidad no fue el que repelió la fuga del camión, sino que llegó después y nunca actuó con armas operativas”. (Alejo Paredes, ex jefe del Eter durante el motín, luego ministro de Seguridad).
>> Lo que deja la filmación de Teleocho
La claridad de las imágenes televisivas permite anotar con trazos definidos los datos confirmados por los testigos.
– Había vida dentro de la cabina porque al fugitivo que iba al volante se lo ve levantar sus brazos en señal de rendición.
– Un oficial uniformado con chaleco y casco es el primero en acercarse a la puerta del camión. Blandiendo una pistola 9 milímetros, abre la puerta y apunta con sus dos manos.
– Sin otra expresión que la frialdad de sus movimientos, dispara dos veces, y luego en una tercera ocasión hacia el interior de la cabina.
– Un denso humo blanco se apodera del habitáculo y luego sobresale por el techo.
– El mismo interno al que se lo veía realizar movimientos coordinados de brazos, es extraído de la cabina y arrojado al asfalto adonde cae inerte y sin señal alguna de vida.