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[Historias de 64 casillas] Fischer en Córdoba: simultáneas y el incidente del jugo de naranja

Fischer haciendo su movida frente al tablero de Máximo Ramadán Gómez. (Gentileza La Voz)

Mucho se ha escrito sobre el comportamiento de Robert James “Bobby” Fischer frente a un tablero de ajedrez o fuera de él. La impresión que tienen aquellos que lo conocieron es la de un hombre que estaba fundido entre 64 casillas.

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El ajedrez le daba sentido a su existencia. Y esa obsesión no hizo más que alimentar los trastornos de su personalidad, que fuimos reconociendo en sus constantes desplantes a los organizadores de torneos, en sus exigencias desmesuradas en las salas de juego, en el rechazo a millonarias ofertas de ciertos sponsors, a su abandono definitivo del ajedrez después de haber alcanzado la cima, y tantas cosas más.

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Leontxo García, uno de los más prestigiosos periodistas de ajedrez del mundo, hace un retrato de la situación: “Bobby Fischer era un enfermo mental. Sobre él me gustaría apuntar varias cosas. Primero, que, si estoy aquí, en esta posición, es gracias a Fischer, ya que soy de los que se engancharon al ajedrez en 1972 con su duelo, en plena Guerra Fría, con Boris Spassky. Segundo, siempre me trató muy bien. Y tercero, es el ejemplo negativo de lo que un padre puede hacer con un niño con talento. Un padre, una madre o un tutor no puede permitir que un niño se obsesione con un deporte y que no se forme como ser humano. Y eso pasó con Fischer. Su vida sólo era el ajedrez. Y por lo que he hablado con psiquiatras que le trataron eso fue un factor que aceleró su tendencia hacia la paranoia o fobias que desarrolló”.

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Fischer tenía 8 años cuando el ajedrez apareció en su vida. Y a partir de ese momento ocupó por completo su mente. Bobby analizaba partidas mientras comía, paseaba o cuando asistía a la escuela, donde los profesores ya no le pedían que guardase su tablero de bolsillo, sino que no jugara mentalmente. A los 14 años fue campeón de Estados Unidos y gran maestro a los 15. En esa época decidió que la escuela era una pérdida de tiempo y la abandonó para siempre.

Pero vamos por partes. Bobby nació en Chicago el 9 de marzo de 1943. Fue hijo de la enfermera suiza Regina Wender, inteligente y políglota, y del físico de origen alemán Hans-Gerhardt Fischer, aunque existe la versión de que este último no fue su padre biológico. Hay otra campana que asegura que su verdadero padre fue el físico húngaro Paul Nemenyi, dotado de una asombrosa inteligencia del tipo matemático. Al parecer, Fischer lo supo cuando tenía nueve años. Le preguntó a su madre que por qué no venía ya Paul a verle y le tuvieron que explicar, primero, que, porque había muerto y, en segundo lugar, que era su padre.

Fischer creció en Brooklyn, Nueva York, junto a su madre y su hermana, que es quien le enseñó a jugar al ajedrez. Pero recién a los 12 años empezó a mostrar que tenía potencial para este juego. El abandono prematuro de la escuela, la falta de interacción con chicos de su edad y su dedicación full time a los trebejos forjaron su carácter, por decir, “ingenuo”.

Hay una anécdota que cuenta el gran maestro danés Bent Larsen que ilustra un poco la psiquis del gran Bobby. Ocurrió durante el torneo de Netania (Israel, 1968), cuando un grupo de maestros comentaba la locura senil que afectó al primer campeón mundial de ajedrez, Wilhem Steinitz, quien decía que podría ganarle una partida a Dios, incluso dándole un peón de ventaja. Cuando, en tono de broma, le preguntaron a Fischer cómo sería su partida con Dios, contestó seriamente que jugarían una apertura española y que probablemente sería tablas. “¿Y si Dios jugase la defensa siciliana?”, lo apuraron. “No, Dios nunca jugaría una siciliana”, sentenció Bobby.

A Fischer no le interesaba hablar de otra cosa que no fuera ajedrez. Ni siquiera se permitía un tiempo para la conquista amorosa. Decía que ya habría tiempo para eso, mientras se preparaba para convertirse en campeón mundial, que era el objetivo de su vida. Es evidente que su obsesión le impedía mantener relaciones “normales” con el resto de los mortales.

A pesar de todo, muchos ajedrecistas aseguran que las demandas y extravagancias de “Bobby” contribuyeron no sólo a popularizar el ajedrez, si no a convertirlo en un oficio muy rentable para los maestros.

En la cena con la que lo agasajaron el día que vino a Córdoba a jugar partidas simultáneas, en 1971, uno de los comensales que lo acompañaban, el ingeniero Juan Guillermo Bosch, quiso averiguar qué pensaba Fischer de Martin Luther King. “¡Black Power! ¡Qué me importa!”, contestó.

Y ya que hicimos mención a las simultáneas, vamos con esa historia, que se relaciona con el andar por la vida de Fischer.

“¡FANTA, NO!”

El 21 de noviembre, Bobby Fischer visitó la ciudad de Córdoba luego de vencer en Buenos Aires a Tigram Petrossian, la boa soviética, y obtener el derecho de enfrentarse a Boris Spassky por el título mundial, algo con lo que había soñado desde pequeño.

Muchos niños y jóvenes se volcaron al ajedrez por el influjo de este genio y excéntrico personaje. Como alguna vez lo admitió Guillermo Soppe, maestro internacional y dos veces campeón argentino.

Córdoba recibió a Fischer en el Teatro Rivera Indarte (hoy San Martín) con el mejor plantel de jugadores que disponía en la época, entre ellos el maestro Osvaldo Bazán. Fueron 20 contendientes (15 de la Capital y 5 del interior). Bobby ganó 16 partidas, empató tres y perdió una sola, contra Guillermo Cánova, un excampeón de Córdoba. Las tres tablas fueron con Carlos Salvi, Osvaldo Buraschi y Francisco Marchetti.

Quienes estuvieron presentes en aquel histórico acontecimiento cuentan que, en determinado momento, Bobby pidió una bebida: “Naranja”, dijo. Los organizadores interpretaron que le apetecía una gaseosa y el trajeron una Fanta, lo que hizo enfadar al estadounidense: “¡Jugo de naranja!”, espetó mientras devolvía el envase.

Cuando el mozo le trajo el jugo, Fischer lo apoyó torpemente sobre el tablero donde jugaba con Máximo Ramadán Gómez, otro destacado jugador y un verdadero caballero del ajedrez cordobés. La maniobra, según parece, salpicó el tablero y las piezas. Pero, típico de Bobby, ni se inmutó ni tampoco reaccionó a pedir disculpas, por lo que Ramadán, ofendido, decidió levantarse y abandonar la partida, aun cuando, les contaría a sus allegados, tenía ventaja decisiva frente al genio.

* Juan Carlos Carranza es periodista especializado en ajedrez.

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